/ viernes 15 de julio de 2022

ARTILUGIOS. | El último dinosaurio

Sirva el título de este artilugio, tomado de la famosa cinta del mismo nombre, estrenada en 1977 y dirigida por Alex Grasshoff y Tsugunobu Kotani, para decir algo sobre Luis Echeverría. No haré un panegírico ni un treno porque el horno no está como para bollos. La Crystal age tiene ojos, oídos y lengua muy suelta, casi siempre para hablar desde la supina ignorancia. Pero vamos por partes.

¿Cuándo me di cuenta que la vida de los presidentes correspondía no solo a ellos o sus familias sino a la población mexicana entera? Creo que cuando vi aquellas muestras exageradas de la farsa hechas por Antonio Ferrer y casi siempre actuadas por Héctor Lechuga, Chucho Salinas y Leonorilda Ochoa. Adiós guayabera mía, La corrupción somos todos o La docena trágica querían hacernos ver desde la revista, el chiste político, los números musicales donde la desnudista de moda mostraba sus encantos, que la política podía seguir siendo ese nido veraz donde el remedo, la chunga, el aleteo del moscardón de la crítica picaría seguramente a uno que otro jarroncito de la política. Era un mundo aparte.

Desde los antros menos oficialosos, Jesús Martínez Palillo ya hablaba mucho, evidenciaba, se burlaba, gritaba para acabar siendo detenido −¡oh tiempos aquellos en que la policía hacía su chamba alejándose de la detención de mordaces criminales, carteristas, robachicos! – y llevado al MP donde saldría amonestado, vilipendiado, pero siempre listo para regresar al corro impugnador desde las tablas. Ambas potencialidades eran cosa de esos tiempos. claro, la crítica desde el poder es un halago, dijo alguien. Palillo tuvo siempre, dicen, en la alforza de la guayabera, curiosamente, un amparo judicial. La feroz crítica era siempre contra Luis Echeverría y sus propuestas de llevarnos de la mano hacia un mejor país. Caiga quien cayere, como debe decirse, no obviando su (de)formación izquierdosa.

Por ejemplo, en su gobierno se registró la llamada "guerra sucia", una campaña de represión dirigida a frenar a los movimientos de oposición armada surgidos después de la masacre de 1968. Guerra continuada por los padres y víctimas de este terrible momento de nuestra historia. Otro dato. También se le considera el cerebro del golpe al diario Excélsior, cuyo director Julio Scherer fue echado en 1976 por un movimiento vinculado con el gobierno. Extrañamente, ahí sí debiéramos detenernos para hacer un leve tejido.

Solamente Vicente Leñero se enfrentó desde la novela con su obra Los periodistas (1978) al desalojo, por demás injusto y revanchista. La frase No pago para que me peguen, fue desatada en ese tiempo causando no solo estragos entre periodistas sino entre los seguidores de uno que otro paladín de la pluma. Echeverría era el secretario de Gobernación, encargado de la seguridad nacional, durante el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.

En la obra de teatro Obituarios (2018), el joven dramaturgo Javier García Vidal enuncia algunas de las intemperancias de ese momento. Algunas de ellas que ningún diario o medio electrónico publicaron nada del hecho. Como si nada hubiera ocurrido. Todo fue silenciado, limpiado, a la mejor forma gansteril mexicana. La plaza quedó vacía, solo esa imagen por demás perturbadora de los zapatos. Esta obra fue representada con distancia de 50 años del hecho, lo que nos ratifica la persistencia, el encono contra el caso así como contra el ciudadano presidente de México.

El expresidente Gustavo Díaz Ordaz asumió en sus memorias la responsabilidad por esta represión, pero no la culpabilidad, la cual dijo, compartía Echeverría y otros funcionarios de su gobierno. Al ser nombrado embajador en España, Díaz Ordaz se mostró férreo, colérico, decisivo al responder a las preguntas de la rueda de prensa sobre el suceso, incluso dio uno o dos manotazos en la mesa. Dijo que a España iba un mexicano que no tenía las manos manchadas de sangre. Se dijo orgulloso del año en cuestión, porque le permitió servir y salvar al país. Ouh. Referencia: (https://www.youtube.com/watch?v=zIERY12KwnE)

Nada dijo Luis Echeverría. La leyenda cuenta, desde el silencio inmemorial de las páginas de un libro, escrito por ese fantasma antaño llamado Irma Serrano, la tigresa, en A calzón amarrado, cuenta que, viendo agobiado al presidente Díaz Ordaz le recomendó que les mandara al ejército, que los asustara y que todos los niñitos esos saldrían corriendo. Fíjese usted, querido lector. Entonces el caso grave, sangriento, amañado de Tlatelolco, salió de la mente calenturienta de la Tigresa.

En otro punto del libro, publicado en 1978, extrañamente el mismo año que la novela de Leñero, cuenta la actriz que al salir de su casa una tarde, Echeverría, entonces secretario de Gobernación, pasó al nidito para que el presidente le firmase unos documentos. Al irse ya los dos, Irma Serrano le dice a Díaz Ordaz, Amor, tienes las agujetas de los zapatos desamarradas. El impulso de Luis Echeverría fue inmediato. Se arrodilló ante el presidente de México y ató las agujetas sin ningún pudor.

La lengua viperina de Irma Serrano se trasladó al papel en esta biografía para contar las historias de alcoba y sábanas presidenciales tras su relación amorosa y extramarital con el mandatario Gustavo Díaz Ordaz, al que incluso defendió años después diciendo que él “nunca” ordenó atacar a los estudiantes en 1968. ¿Cómo ve? ¿Le creemos a la Serrano o nos guiamos de autores más confiables?

A ver, cuál. Mi admirado y apreciado René Avilés Fabila, RAF, en su novela El gran solitario de palacio (1971, es la obra que está más cerca de los hechos), ofrece aspectos, sitios, ideas, a la mejor manera del realismo mágico. Poco dato, mucha literatura. Lo vi defenderse en alguna ocasión diciendo que él no escribía sobre político, él escribía literatura. ¿Palinuro de México, de don Fernando del Paso, de 1977? Es más un enorme ejercicio joyceano-sternetiano-marechaliano, aunque se refiere al caso Tlatelolco en ese hermoso capítulo, no teatral aun cuando muchos compañeros de la escena hayan querido representarlo, el llamado Palinuro en la escalera. Quien más, y mejor, se acerca al caso es Gonzalo Martré que, en su novela Los símbolos transparentes (1978), acude al suceso, quizá cierto, de los padres conjurados para asesinar al presidente de México. Martré no se mete en camisa de once varas, a pesar de que su obra es la mejor de todas y la que cuestiona la veracidad del movimiento posterior a 1968.

Todas estas cosas podemos leer a raíz de la incómoda presencia echeverrista. Mago del camaleonismo, no pudimos verlo hasta hace un año cuando fue a ponerse la vacuna contra el COVID. Experto en la contienda, tuvo la frase a flor de labios con la que confundía, amedrentaba o ironizaba a su oponente emprendiendo después la graciosa huida. Chistes sobre su mandato, muchos, muchos. Casi tantos como los que hubo en el sexenio de Peña Nieto. Claro, la modernidad cree que todo empezó ayer, con el nacimiento de la Crystal age. Van algunas muestras.

1.- Sube al avión Echeverría. Se enciende el letrero que dice No smoking. Echeverría se quita el saco.

2.- Pasan por Venecia en uno de esos viajes al extranjero para posicionar al país, según. Echeverría ve por la ventana e inmediatamente pide que lo comuniquen con el gerente de la CONASUPO (Comisión Nacional de Suministros Populares) y le ordena, Mande un millón de despensas al pueblo este inundado.

3.- La esposa de Echeverría, la compañera María Esther, habla a Los Pinos y le pide a su esposo que congele unas cervezas Bavarias. Echeverría ordena que congelen las cuentas bancarias.

4.- Entra Echeverria y encuentra a su esposa viendo la televisión. ¿Qué ves?, pregunta. Responde María Esther, Hawái 5-0, famosa serie de televisión. En la torre, dice el presidente, qué goliza.

5.- Sube Echeverría por la escalerilla al avión. No baja la cabeza y se da un golpe. Al hacerse para atrás mira que en el avión hay un número DC-10. Entonces se da otros nueve cabezazos diciendo 1, 2, 3, 4…

Hablaba del tercer mundo, como una alocución impertinente. Primer mundo, los países del regimen capitalista. Segundo mundo, los países en un régimen socialista. Tercer mundo, México, América Latina, la India, por dar uno o dos ejemplos. Qué extraña época vivimos en ese momento. Algo flotaba en el ambiente, sin embargo. Un murmurio interior nos decía que todas esas mam… exageraciones del presidente, no eran para tomarse en serio. Reía el pueblo mexicano del mandatario. No con el mandatario, entendámonos. Era un loco más de esos empoderados a partir de la revolución, uno de tantos que se dio a esgrimir el poder como si fuera un rey de baraja. Un tiranuelo que se disfrazaba de socialista. No dejemos de observar sus cercanías con el presidente Salvador Allende, eso sí. Copio aquí un fragmento del discurso en el momento de su cuarto año de gobierno.

Otros que se dicen de izquierda tratan de sembrar la confusión con la finalidad de que mediante la represión haya una polarización de fuerzas sociales en que también lleven agua a su molino. La maniobra, de unos y otros, está muy clara. Estamos, pues, apercibidos.

Cuarto año de gobierno. Esto es 1974. Dos años después, por esa costumbre institucionalmente revolucionaria, Luis Echeverría Álvarez entrega el poder a José López Portillo para iniciar los seis años restantes de esa docena trágica, legada por los antiguos revolucionarios, por quienes vieron la revolución como el desastrado negocio que, al final, no fue.

100 años. El último dinosaurio. El villano más buscado por las buenas conciencias. El asesino, el loco, el maldito. El que mató menos personas, pero igualmente fue cuestionado por ello el 10 de junio de 1974. Al que todos odian, aun cuando nadie sabe esencialmente porqué. El emblema del Mal, el abogado del Diablo, el siniestro adalid del infierno, el rey de la mentira, el ostracismo, la barbarie.

Hagamos un ejercicio. ¿A qué presidente subsecuente podemos quitarle un título de los anteriores? Sí, ya sé.

Es cuanto.

Sirva el título de este artilugio, tomado de la famosa cinta del mismo nombre, estrenada en 1977 y dirigida por Alex Grasshoff y Tsugunobu Kotani, para decir algo sobre Luis Echeverría. No haré un panegírico ni un treno porque el horno no está como para bollos. La Crystal age tiene ojos, oídos y lengua muy suelta, casi siempre para hablar desde la supina ignorancia. Pero vamos por partes.

¿Cuándo me di cuenta que la vida de los presidentes correspondía no solo a ellos o sus familias sino a la población mexicana entera? Creo que cuando vi aquellas muestras exageradas de la farsa hechas por Antonio Ferrer y casi siempre actuadas por Héctor Lechuga, Chucho Salinas y Leonorilda Ochoa. Adiós guayabera mía, La corrupción somos todos o La docena trágica querían hacernos ver desde la revista, el chiste político, los números musicales donde la desnudista de moda mostraba sus encantos, que la política podía seguir siendo ese nido veraz donde el remedo, la chunga, el aleteo del moscardón de la crítica picaría seguramente a uno que otro jarroncito de la política. Era un mundo aparte.

Desde los antros menos oficialosos, Jesús Martínez Palillo ya hablaba mucho, evidenciaba, se burlaba, gritaba para acabar siendo detenido −¡oh tiempos aquellos en que la policía hacía su chamba alejándose de la detención de mordaces criminales, carteristas, robachicos! – y llevado al MP donde saldría amonestado, vilipendiado, pero siempre listo para regresar al corro impugnador desde las tablas. Ambas potencialidades eran cosa de esos tiempos. claro, la crítica desde el poder es un halago, dijo alguien. Palillo tuvo siempre, dicen, en la alforza de la guayabera, curiosamente, un amparo judicial. La feroz crítica era siempre contra Luis Echeverría y sus propuestas de llevarnos de la mano hacia un mejor país. Caiga quien cayere, como debe decirse, no obviando su (de)formación izquierdosa.

Por ejemplo, en su gobierno se registró la llamada "guerra sucia", una campaña de represión dirigida a frenar a los movimientos de oposición armada surgidos después de la masacre de 1968. Guerra continuada por los padres y víctimas de este terrible momento de nuestra historia. Otro dato. También se le considera el cerebro del golpe al diario Excélsior, cuyo director Julio Scherer fue echado en 1976 por un movimiento vinculado con el gobierno. Extrañamente, ahí sí debiéramos detenernos para hacer un leve tejido.

Solamente Vicente Leñero se enfrentó desde la novela con su obra Los periodistas (1978) al desalojo, por demás injusto y revanchista. La frase No pago para que me peguen, fue desatada en ese tiempo causando no solo estragos entre periodistas sino entre los seguidores de uno que otro paladín de la pluma. Echeverría era el secretario de Gobernación, encargado de la seguridad nacional, durante el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.

En la obra de teatro Obituarios (2018), el joven dramaturgo Javier García Vidal enuncia algunas de las intemperancias de ese momento. Algunas de ellas que ningún diario o medio electrónico publicaron nada del hecho. Como si nada hubiera ocurrido. Todo fue silenciado, limpiado, a la mejor forma gansteril mexicana. La plaza quedó vacía, solo esa imagen por demás perturbadora de los zapatos. Esta obra fue representada con distancia de 50 años del hecho, lo que nos ratifica la persistencia, el encono contra el caso así como contra el ciudadano presidente de México.

El expresidente Gustavo Díaz Ordaz asumió en sus memorias la responsabilidad por esta represión, pero no la culpabilidad, la cual dijo, compartía Echeverría y otros funcionarios de su gobierno. Al ser nombrado embajador en España, Díaz Ordaz se mostró férreo, colérico, decisivo al responder a las preguntas de la rueda de prensa sobre el suceso, incluso dio uno o dos manotazos en la mesa. Dijo que a España iba un mexicano que no tenía las manos manchadas de sangre. Se dijo orgulloso del año en cuestión, porque le permitió servir y salvar al país. Ouh. Referencia: (https://www.youtube.com/watch?v=zIERY12KwnE)

Nada dijo Luis Echeverría. La leyenda cuenta, desde el silencio inmemorial de las páginas de un libro, escrito por ese fantasma antaño llamado Irma Serrano, la tigresa, en A calzón amarrado, cuenta que, viendo agobiado al presidente Díaz Ordaz le recomendó que les mandara al ejército, que los asustara y que todos los niñitos esos saldrían corriendo. Fíjese usted, querido lector. Entonces el caso grave, sangriento, amañado de Tlatelolco, salió de la mente calenturienta de la Tigresa.

En otro punto del libro, publicado en 1978, extrañamente el mismo año que la novela de Leñero, cuenta la actriz que al salir de su casa una tarde, Echeverría, entonces secretario de Gobernación, pasó al nidito para que el presidente le firmase unos documentos. Al irse ya los dos, Irma Serrano le dice a Díaz Ordaz, Amor, tienes las agujetas de los zapatos desamarradas. El impulso de Luis Echeverría fue inmediato. Se arrodilló ante el presidente de México y ató las agujetas sin ningún pudor.

La lengua viperina de Irma Serrano se trasladó al papel en esta biografía para contar las historias de alcoba y sábanas presidenciales tras su relación amorosa y extramarital con el mandatario Gustavo Díaz Ordaz, al que incluso defendió años después diciendo que él “nunca” ordenó atacar a los estudiantes en 1968. ¿Cómo ve? ¿Le creemos a la Serrano o nos guiamos de autores más confiables?

A ver, cuál. Mi admirado y apreciado René Avilés Fabila, RAF, en su novela El gran solitario de palacio (1971, es la obra que está más cerca de los hechos), ofrece aspectos, sitios, ideas, a la mejor manera del realismo mágico. Poco dato, mucha literatura. Lo vi defenderse en alguna ocasión diciendo que él no escribía sobre político, él escribía literatura. ¿Palinuro de México, de don Fernando del Paso, de 1977? Es más un enorme ejercicio joyceano-sternetiano-marechaliano, aunque se refiere al caso Tlatelolco en ese hermoso capítulo, no teatral aun cuando muchos compañeros de la escena hayan querido representarlo, el llamado Palinuro en la escalera. Quien más, y mejor, se acerca al caso es Gonzalo Martré que, en su novela Los símbolos transparentes (1978), acude al suceso, quizá cierto, de los padres conjurados para asesinar al presidente de México. Martré no se mete en camisa de once varas, a pesar de que su obra es la mejor de todas y la que cuestiona la veracidad del movimiento posterior a 1968.

Todas estas cosas podemos leer a raíz de la incómoda presencia echeverrista. Mago del camaleonismo, no pudimos verlo hasta hace un año cuando fue a ponerse la vacuna contra el COVID. Experto en la contienda, tuvo la frase a flor de labios con la que confundía, amedrentaba o ironizaba a su oponente emprendiendo después la graciosa huida. Chistes sobre su mandato, muchos, muchos. Casi tantos como los que hubo en el sexenio de Peña Nieto. Claro, la modernidad cree que todo empezó ayer, con el nacimiento de la Crystal age. Van algunas muestras.

1.- Sube al avión Echeverría. Se enciende el letrero que dice No smoking. Echeverría se quita el saco.

2.- Pasan por Venecia en uno de esos viajes al extranjero para posicionar al país, según. Echeverría ve por la ventana e inmediatamente pide que lo comuniquen con el gerente de la CONASUPO (Comisión Nacional de Suministros Populares) y le ordena, Mande un millón de despensas al pueblo este inundado.

3.- La esposa de Echeverría, la compañera María Esther, habla a Los Pinos y le pide a su esposo que congele unas cervezas Bavarias. Echeverría ordena que congelen las cuentas bancarias.

4.- Entra Echeverria y encuentra a su esposa viendo la televisión. ¿Qué ves?, pregunta. Responde María Esther, Hawái 5-0, famosa serie de televisión. En la torre, dice el presidente, qué goliza.

5.- Sube Echeverría por la escalerilla al avión. No baja la cabeza y se da un golpe. Al hacerse para atrás mira que en el avión hay un número DC-10. Entonces se da otros nueve cabezazos diciendo 1, 2, 3, 4…

Hablaba del tercer mundo, como una alocución impertinente. Primer mundo, los países del regimen capitalista. Segundo mundo, los países en un régimen socialista. Tercer mundo, México, América Latina, la India, por dar uno o dos ejemplos. Qué extraña época vivimos en ese momento. Algo flotaba en el ambiente, sin embargo. Un murmurio interior nos decía que todas esas mam… exageraciones del presidente, no eran para tomarse en serio. Reía el pueblo mexicano del mandatario. No con el mandatario, entendámonos. Era un loco más de esos empoderados a partir de la revolución, uno de tantos que se dio a esgrimir el poder como si fuera un rey de baraja. Un tiranuelo que se disfrazaba de socialista. No dejemos de observar sus cercanías con el presidente Salvador Allende, eso sí. Copio aquí un fragmento del discurso en el momento de su cuarto año de gobierno.

Otros que se dicen de izquierda tratan de sembrar la confusión con la finalidad de que mediante la represión haya una polarización de fuerzas sociales en que también lleven agua a su molino. La maniobra, de unos y otros, está muy clara. Estamos, pues, apercibidos.

Cuarto año de gobierno. Esto es 1974. Dos años después, por esa costumbre institucionalmente revolucionaria, Luis Echeverría Álvarez entrega el poder a José López Portillo para iniciar los seis años restantes de esa docena trágica, legada por los antiguos revolucionarios, por quienes vieron la revolución como el desastrado negocio que, al final, no fue.

100 años. El último dinosaurio. El villano más buscado por las buenas conciencias. El asesino, el loco, el maldito. El que mató menos personas, pero igualmente fue cuestionado por ello el 10 de junio de 1974. Al que todos odian, aun cuando nadie sabe esencialmente porqué. El emblema del Mal, el abogado del Diablo, el siniestro adalid del infierno, el rey de la mentira, el ostracismo, la barbarie.

Hagamos un ejercicio. ¿A qué presidente subsecuente podemos quitarle un título de los anteriores? Sí, ya sé.

Es cuanto.