/ lunes 8 de abril de 2024

ARTILUGIOS | Nueva época sin Ernesto Gómez Cruz.

AGRADECIMIENTO

Con la distinción y apoyo del apreciado Ángel Vega, ahora me tendrán los artilugistas al menos dos veces por semana. ¿Qué hemos hecho para merecerlo? Escucho voces por el ámbito celestial. Leerme, nomás. Muchos lectores me preguntan ya por ellos y es debido a la gracia que me concede El Heraldo de Tabasco. Muchas casas de prensa he tenido en mi vida desde que comencé allá por los dichosos años 80 hasta ahora. En todas me he sentido bien, pero es en esta de ahora donde camino a mis anchas -que no son pocas. Artilugios pretende ser una muestra de algunas acciones en favor de la lectura, cargo que me queda grande pero que he tratado de desempeñar con toda propiedad y caso. Así que ahí van los Artilugios.

ERNESTO GÓMEZ CRUZ.

Muere el actor Ernesto Gómez Cruz. Ustedes lo recordarán, los de mi generación, como ese personaje desastrado de la película Los caifanes (1967, Juan Ibáñez).

Gómez Cruz ganó el premio al mejor actor del país en aquellas muestras de teatro que organizaba el INBA a través del dramaturgo Héctor Azar. Ganar esta presea era sinónimo de que eras muy muy fregón en el arte de las tablas. Y Gómez Cruz lo demostró. Tan lo fue que la invitación a trabajar en la cinta fue inmediata… aunque por amor al arte. Ars gratia artis, dice el lema de una empresa fílmica. Y así lo hizo nuestro galardonado.

Un año después de su triunfo, mi padre, ganador a su vez de la misma distinción, recibió la visita del actor. Charlaron en su camerino un rato largo. Mi padre tuvo la responsabilidad de una familia con dos hijos y mi madre. Por eso, regresó a su estado, Veracruz, después de su aventura en los escenarios.

Gómez Cruz se quedó. Y él mismo contaba que, al no tener ni para comer, las estrellas de la cinta, Enrique Álvarez Félix y Julissa, lo invitaban y departían con él, extrañados de que lo incluyeran en el elenco a pesar, más bien por, sus rasgos indígenas. ¿Qué papel hizo nuestro reseñado en ese momento? El azteca, uno de esos vagos que caminan por la ciudad de México durante toda la película, riéndose de todo, la muerte, la vida, la navidad, los perritos bailarines, el alcohol, las buenas o malas costumbres, del niño que ve al santa Claus borracho irse de ahí lanzando maldiciones. El niño lo sigue. Suponemos la pérdida de la inocencia o alguno de esos otros menesteres con los que adornaron (adornan) los directores de cine mexicano su trabajo. La película dura lo que la correría nocturna. Eso es lo que la hace diferente al cine que se produjo en México hasta esa década, donde el presidente Díaz Ordaz veía comunismo hasta en la sopa.

Gómez Cruz hizo después esa cinta-documental terrible llamado Canoa (1976, Felipe Cazals) donde era inmolado ante el dios de la intolerancia por proteger a estos jóvenes que solo querían ir de excursión al volcán Popocatépetl. La breve actuación del susodicho da cuenta de su extensa experiencia. Patriarcal, serio, con ese rostro hierático, viendo la injusticia del cura, interpretado por el actor Enrique Lucero, viendo cómo la turba enardecida entra a su casa, mata a algunos miembros de la familia y entonces nosotros vemos la expresión de terror al recibir el machetazo que lo parte en dos.

Gómez Cruz recibió el Ariel por la película Actas de Marusia (1975, Miguel Littin) por mejor coactuación masculina. Su carrera para ese tiempo era la de un actor de esos marginales, a los que nunca llamaría TELEVISA para un rol estelar. Eso sí, él, Salvador Sánchez, Eduardo López Rojas, José Carlos Ruiz podían ser choferes, indios, sirvientes, malévolos. Nunca un protagónico. Creo que el primero que lo tuvo fue Gómez Cruz con la telenovela El padre Gallo (1986). Es una versión de la telenovela chilena del mismo nombre original de Arturo Moya Grau. La adaptación corrió a cargo de Luis Reyes de la Maza. Cabe destacar que es la única telenovela de ese año que no utilizó ningún foro de estudio, se grabó todo en locación.

Gómez Cruz ascendió. De papeles de menesteroso o de personaje del pueblo pasó a ser capo de alguna de las muchas mafias que rondan por México. Vea si no el lector dos películas que me parecen las más ingeniosas del cine mexicano de ese entonces que, a la distancia, mucho tiene de rescatable. El imperio de la fortuna (1986, Arturo Ripstein) una versión más o menos buena de la cinta El gallo de oro de los años setenta, que tenía como protagonistas a López Tarso y a Lucha Villa, terciando en el conflicto el actor Narciso Busquets.

La otra cinta es Lo que importa es vivir (1987, Luis Alcoriza) donde interpreta al hombre viejo que busca un aliciente en el amor. Ese aliciente aparece con un joven capataz (Gonzalo Vega) que seduce a la mujer de Gómez Cruz (Lázaro). Monta en cólera el esposo engañado por ese triángulo, monta en su caballo buscando el escondite de los amantes y corre diciendo las mismas palabras que dijo Fernando Soler en otra célebre película, ¡Corre, corre, aun tengo arrestos! Y pasa lo mismo que en aquella otra historia de adulterios y perdones. Lázaro no puede dominar al caballo y tropieza con la cerca. Se parte la cabeza y se enquista en una demencia senil que lo hace regresar a la infancia, cuando era bebé. El capataz y la esposa entonces fundan una hacienda próspera, sin la vigilancia del viejo que ahora en su papel de “hijo” los ve furtivo. Esta cinta es verdaderamente un apasionante escaparate de lo que es (fue) la sociedad mexicana.

Gómez Cruz realizó muchas muchas películas a medida que reafirmaba la fama de buen actor. De perseguido, de marginal, pasa a ser el cacique feroz de un pueblo olvidado en la cinta El infierno (2010, Luis Estrada). Ahí, su pareja de toda la vida, pareja de actuación, claro (María Rojo) y él representan la escena más artera, violenta, malsana que podría ocurrírsele a director alguno.

Mata Gómez Cruz al inútil comisario de policía del lugar (Alejandro Calva) de un balazo justo en la cabeza. ¿La razón? El comisario encontró el cadáver del hijo de ambos y es quien da cuenta del hecho. En uno de sus mejores momentos, María Rojo dice, Ay, viejo que bueno que lo hiciste. Te iba a pedir que no dejaras sin castigo a este infeliz.

Hoy nos dejó Ernesto Gómez Cruz. Lo recordaremos por muchas cintas, por muchos personajes, por muchos éxitos de los que tendré que dejar en el tintero pues si no, este sería un larguísimo Artilugio y, decía don Miguel de Cervantes, Lo bueno si breve, dos veces bueno. Estará en el cielo de los más grandes actores. Estará llevando sus chistes y albures, su baile desastrado de ebrio en el musical Aventurera junto a la actriz Carmen Salinas. Descanse en paz. Se van los buenos, se quedan los malos. Qué pena.

AGRADECIMIENTO

Con la distinción y apoyo del apreciado Ángel Vega, ahora me tendrán los artilugistas al menos dos veces por semana. ¿Qué hemos hecho para merecerlo? Escucho voces por el ámbito celestial. Leerme, nomás. Muchos lectores me preguntan ya por ellos y es debido a la gracia que me concede El Heraldo de Tabasco. Muchas casas de prensa he tenido en mi vida desde que comencé allá por los dichosos años 80 hasta ahora. En todas me he sentido bien, pero es en esta de ahora donde camino a mis anchas -que no son pocas. Artilugios pretende ser una muestra de algunas acciones en favor de la lectura, cargo que me queda grande pero que he tratado de desempeñar con toda propiedad y caso. Así que ahí van los Artilugios.

ERNESTO GÓMEZ CRUZ.

Muere el actor Ernesto Gómez Cruz. Ustedes lo recordarán, los de mi generación, como ese personaje desastrado de la película Los caifanes (1967, Juan Ibáñez).

Gómez Cruz ganó el premio al mejor actor del país en aquellas muestras de teatro que organizaba el INBA a través del dramaturgo Héctor Azar. Ganar esta presea era sinónimo de que eras muy muy fregón en el arte de las tablas. Y Gómez Cruz lo demostró. Tan lo fue que la invitación a trabajar en la cinta fue inmediata… aunque por amor al arte. Ars gratia artis, dice el lema de una empresa fílmica. Y así lo hizo nuestro galardonado.

Un año después de su triunfo, mi padre, ganador a su vez de la misma distinción, recibió la visita del actor. Charlaron en su camerino un rato largo. Mi padre tuvo la responsabilidad de una familia con dos hijos y mi madre. Por eso, regresó a su estado, Veracruz, después de su aventura en los escenarios.

Gómez Cruz se quedó. Y él mismo contaba que, al no tener ni para comer, las estrellas de la cinta, Enrique Álvarez Félix y Julissa, lo invitaban y departían con él, extrañados de que lo incluyeran en el elenco a pesar, más bien por, sus rasgos indígenas. ¿Qué papel hizo nuestro reseñado en ese momento? El azteca, uno de esos vagos que caminan por la ciudad de México durante toda la película, riéndose de todo, la muerte, la vida, la navidad, los perritos bailarines, el alcohol, las buenas o malas costumbres, del niño que ve al santa Claus borracho irse de ahí lanzando maldiciones. El niño lo sigue. Suponemos la pérdida de la inocencia o alguno de esos otros menesteres con los que adornaron (adornan) los directores de cine mexicano su trabajo. La película dura lo que la correría nocturna. Eso es lo que la hace diferente al cine que se produjo en México hasta esa década, donde el presidente Díaz Ordaz veía comunismo hasta en la sopa.

Gómez Cruz hizo después esa cinta-documental terrible llamado Canoa (1976, Felipe Cazals) donde era inmolado ante el dios de la intolerancia por proteger a estos jóvenes que solo querían ir de excursión al volcán Popocatépetl. La breve actuación del susodicho da cuenta de su extensa experiencia. Patriarcal, serio, con ese rostro hierático, viendo la injusticia del cura, interpretado por el actor Enrique Lucero, viendo cómo la turba enardecida entra a su casa, mata a algunos miembros de la familia y entonces nosotros vemos la expresión de terror al recibir el machetazo que lo parte en dos.

Gómez Cruz recibió el Ariel por la película Actas de Marusia (1975, Miguel Littin) por mejor coactuación masculina. Su carrera para ese tiempo era la de un actor de esos marginales, a los que nunca llamaría TELEVISA para un rol estelar. Eso sí, él, Salvador Sánchez, Eduardo López Rojas, José Carlos Ruiz podían ser choferes, indios, sirvientes, malévolos. Nunca un protagónico. Creo que el primero que lo tuvo fue Gómez Cruz con la telenovela El padre Gallo (1986). Es una versión de la telenovela chilena del mismo nombre original de Arturo Moya Grau. La adaptación corrió a cargo de Luis Reyes de la Maza. Cabe destacar que es la única telenovela de ese año que no utilizó ningún foro de estudio, se grabó todo en locación.

Gómez Cruz ascendió. De papeles de menesteroso o de personaje del pueblo pasó a ser capo de alguna de las muchas mafias que rondan por México. Vea si no el lector dos películas que me parecen las más ingeniosas del cine mexicano de ese entonces que, a la distancia, mucho tiene de rescatable. El imperio de la fortuna (1986, Arturo Ripstein) una versión más o menos buena de la cinta El gallo de oro de los años setenta, que tenía como protagonistas a López Tarso y a Lucha Villa, terciando en el conflicto el actor Narciso Busquets.

La otra cinta es Lo que importa es vivir (1987, Luis Alcoriza) donde interpreta al hombre viejo que busca un aliciente en el amor. Ese aliciente aparece con un joven capataz (Gonzalo Vega) que seduce a la mujer de Gómez Cruz (Lázaro). Monta en cólera el esposo engañado por ese triángulo, monta en su caballo buscando el escondite de los amantes y corre diciendo las mismas palabras que dijo Fernando Soler en otra célebre película, ¡Corre, corre, aun tengo arrestos! Y pasa lo mismo que en aquella otra historia de adulterios y perdones. Lázaro no puede dominar al caballo y tropieza con la cerca. Se parte la cabeza y se enquista en una demencia senil que lo hace regresar a la infancia, cuando era bebé. El capataz y la esposa entonces fundan una hacienda próspera, sin la vigilancia del viejo que ahora en su papel de “hijo” los ve furtivo. Esta cinta es verdaderamente un apasionante escaparate de lo que es (fue) la sociedad mexicana.

Gómez Cruz realizó muchas muchas películas a medida que reafirmaba la fama de buen actor. De perseguido, de marginal, pasa a ser el cacique feroz de un pueblo olvidado en la cinta El infierno (2010, Luis Estrada). Ahí, su pareja de toda la vida, pareja de actuación, claro (María Rojo) y él representan la escena más artera, violenta, malsana que podría ocurrírsele a director alguno.

Mata Gómez Cruz al inútil comisario de policía del lugar (Alejandro Calva) de un balazo justo en la cabeza. ¿La razón? El comisario encontró el cadáver del hijo de ambos y es quien da cuenta del hecho. En uno de sus mejores momentos, María Rojo dice, Ay, viejo que bueno que lo hiciste. Te iba a pedir que no dejaras sin castigo a este infeliz.

Hoy nos dejó Ernesto Gómez Cruz. Lo recordaremos por muchas cintas, por muchos personajes, por muchos éxitos de los que tendré que dejar en el tintero pues si no, este sería un larguísimo Artilugio y, decía don Miguel de Cervantes, Lo bueno si breve, dos veces bueno. Estará en el cielo de los más grandes actores. Estará llevando sus chistes y albures, su baile desastrado de ebrio en el musical Aventurera junto a la actriz Carmen Salinas. Descanse en paz. Se van los buenos, se quedan los malos. Qué pena.