/ viernes 8 de abril de 2022

ARTILUGIOS | SOPA

En una tierra muy lejana, muy parecida a la milenaria China, hace ya mucho tiempo, un hombre comió una sopa que le hizo mucho daño. Al principio, los médicos no quisieron creer que la sopa hubiera estado en malas condiciones. La probaron los médicos de dos comisiones cada tanto tiempo ahí mismo en el lugar donde la probó el hombre. No pudo ser la sopa, hecha con el ingrediente secreto, con legumbres recién cortadas, con el pan necesario. No podía ser la sopa. Ni podía ser el ingrediente secreto. Y aunque el hombre aquel se preocupó demasiado, lo peor vino cuando le dijeron que efectivamente, era muy probable que la sopa, esa que le gustaba tanto, fuera la causante de su malestar.

Como las desgracias nunca vienen solas, la reunión de médicos para definir si la sopa era la culpable fue de opinión demoledora. Unos médicos dijeron, con mucha solemnidad que la sopa era inofensiva, que lo destructivo no era el ingrediente secreto. Otros dijeron, riéndose de los primeros, que la sopa era verdaderamente nociva, que su ingrediente secreto era el causante de la enfermedad del hombre.

Eso sí, ambos grupos, solemnes y jocosos, coincidieron en que el ingrediente secreto era la causa del mal. Pero el asunto causado por la sopa no había terminado, aun estaba por venir lo más grave. Hubo quien no quiso creer que una simple sopita causara tanto daño. Las cosas demostraron lo contrario.

En diciembre de ese año, la receta de la sopa fue reproducida en muchos lugares de la tierra milenaria, muy parecida a la China, y muchos la probaron diciendo que no había nada más delicioso. Sin embargo, algo pasaba, algo muy extraño. Los comedores de sopa se dieron cuenta que quienes probaban el platillo ingresaban a los hospitales, a las clínicas. Todos los nosocomios de la tierra milenaria se ocuparon al tope, hasta los bordes, hasta límites insospechados de pacientes buscando higiene. Los médicos no se dieron abasto, se vieron llenos de pacientes que comieron aquella inocente sopa, esa sopa de proporciones carrollianas.

Los médicos solemnes ahora dieron en llamarla la sopa del mal. Los médicos jocosos le decían caldo de murciélago implicando que ese bicho era el ingrediente secreto. El caso es que ninguno de los dos grupos se ponían de acuerdo. Discutían como si les fuera la vida en ello. Discutían porque estaban sorprendidos de la forma en que la sopa era motivo de tal malestar. A las discusiones de los médicos, solemnes y jocosos, se unieron los científicos. Ellos comenzaron a buscar la manera de contrarrestar los efectos de la sopa. Aun siguen luchando, hay que comprenderlos. Los científicos luchan contra insectos, venenos, enfermedades, pero jamás se enfrentaron a una sopa, al parecer la más inofensiva de todos los alimentos. Lo peor, aunque no lo crean, estaba por venir.

Cuando en el mundo se supo de esa sopa de ingrediente secreto, todos quisieron probarla ya sea por audacia o por emulación malsana. Los médicos solemnes y los jocosos dieron especificaciones muy exactas contra esta pretensión. El mundo no hizo caso. Parece ser que los habitantes de esa tierra milenaria son envidiados por otras tierras menos milenarias y muy arribistas por sus costumbres, por su gastronomía, por su enorme sabiduría demostrada a través del tiempo por filósofos, poetas, médicos solemnes y jocosos.

Enseguida, el mundo entero quiso probarla. Se dieron a la tarea de comerla con mucha pasión, como dicen que hacen los que imitan lo malo. Los resultados fueron alarmantes. La sopa hizo furor entre los más distinguidos gourmets del mundo, es decir, entre los tragones. Pronto, se vieron contagiados por la asiduidad a la sopa, por su gusto, por su ingrediente secreto.

Los médicos solemnes y los jocosos recomendaron una sana distancia de la sopa, entre quienes la hubieran comido y entre los que fueran a comerla. La población de esas tierras menos milenarias y muy pretenciosas se dio a comer la sopa de tal forma, recomendándola, proponiendo variaciones según la zona que pronto estuvieron enfermos como el primer hombre que la comiera. Entonces los médicos solemnes y los jocosos recomendaron que todos usaran cubrebocas o barbijo para impedir que la sopa entrase en sus cuerpos. Igualmente, nadie hizo caso.

La población de esas tierras que se iban quedando solas porque nadie quiso tomar distancia, usar cubrebocas, dejar de acercarse unos a otros, pusieron el grito en el cielo al ver que la sopa iba diezmando las ciudades, las villas, las comunidades y los muchos pueblos. La sopa se fue propagando desde esos lugares a todo el mundo hasta que no hubo lugar donde todos la tomaran, se enfermaran y después quisieran usar cubrebocas tomando así distancia de ella. Pensaron, ya muy tarde, que era mejor seguir las indicaciones de los médicos solemnes o de los jocosos. Lo malo fue que en ese momento ya no hubo forma de contrarrestar los efectos de la sopa. En ese momento el mundo se colapsó por comerla. Todos se dieron a una soberana indigestión, provocada por la sopa, su cuchara, sus crotones.

No quisiera pensar que era del bichito ese que vuela de noche y es muy feíto, la verdad. Pero todos lo culparon. El primer hombre contagiado les dijo que el error fue no seguir las indicaciones de los médicos, jocosos o solemnes. Hasta ese momento le creyeron. En la actualidad, las cifras de enfermos por comer la sopa suman más de 43 millones. Y los que murieron suman más de un millón. Todo por comer una sopa. Qué tal si hubiera sido un filete o un pavo relleno.

El cuento de la sopa lo cuento respetuosamente con el único propósito de hacernos reflexionar sobre este mal que aqueja al mundo entero. Muchos han fallecido. Nuestro deber, como ciudadanos conscientes, como seres humanos, con sentido de unión fraternal es cuidarnos unos a otros. Las medidas las conocemos muy bien. Vamos a ser los que salvemos al mundo como si fuéramos los superhéroes que alguna vez fueron la delicia de la niñez, así no solo salvaremos a los nuestros, parientes o familiares, sino a nuestros compatriotas, conciudadanos, amigos y todos los que vivimos en torno.

Esa será la mejor muestra de solidaridad, amor y cuidado jamás ofrecida. Por lo pronto, la sopa sigue siendo el inicio de los menús, de los restaurantes más caros, la predilección de los niños, de los adultos, de los viejos. Nadie sigue las recomendaciones de los médicos solemnes o jocosos, lo que a ellos les tiene, la verdad, muy sin cuidado.

En una tierra muy lejana, muy parecida a la milenaria China, hace ya mucho tiempo, un hombre comió una sopa que le hizo mucho daño. Al principio, los médicos no quisieron creer que la sopa hubiera estado en malas condiciones. La probaron los médicos de dos comisiones cada tanto tiempo ahí mismo en el lugar donde la probó el hombre. No pudo ser la sopa, hecha con el ingrediente secreto, con legumbres recién cortadas, con el pan necesario. No podía ser la sopa. Ni podía ser el ingrediente secreto. Y aunque el hombre aquel se preocupó demasiado, lo peor vino cuando le dijeron que efectivamente, era muy probable que la sopa, esa que le gustaba tanto, fuera la causante de su malestar.

Como las desgracias nunca vienen solas, la reunión de médicos para definir si la sopa era la culpable fue de opinión demoledora. Unos médicos dijeron, con mucha solemnidad que la sopa era inofensiva, que lo destructivo no era el ingrediente secreto. Otros dijeron, riéndose de los primeros, que la sopa era verdaderamente nociva, que su ingrediente secreto era el causante de la enfermedad del hombre.

Eso sí, ambos grupos, solemnes y jocosos, coincidieron en que el ingrediente secreto era la causa del mal. Pero el asunto causado por la sopa no había terminado, aun estaba por venir lo más grave. Hubo quien no quiso creer que una simple sopita causara tanto daño. Las cosas demostraron lo contrario.

En diciembre de ese año, la receta de la sopa fue reproducida en muchos lugares de la tierra milenaria, muy parecida a la China, y muchos la probaron diciendo que no había nada más delicioso. Sin embargo, algo pasaba, algo muy extraño. Los comedores de sopa se dieron cuenta que quienes probaban el platillo ingresaban a los hospitales, a las clínicas. Todos los nosocomios de la tierra milenaria se ocuparon al tope, hasta los bordes, hasta límites insospechados de pacientes buscando higiene. Los médicos no se dieron abasto, se vieron llenos de pacientes que comieron aquella inocente sopa, esa sopa de proporciones carrollianas.

Los médicos solemnes ahora dieron en llamarla la sopa del mal. Los médicos jocosos le decían caldo de murciélago implicando que ese bicho era el ingrediente secreto. El caso es que ninguno de los dos grupos se ponían de acuerdo. Discutían como si les fuera la vida en ello. Discutían porque estaban sorprendidos de la forma en que la sopa era motivo de tal malestar. A las discusiones de los médicos, solemnes y jocosos, se unieron los científicos. Ellos comenzaron a buscar la manera de contrarrestar los efectos de la sopa. Aun siguen luchando, hay que comprenderlos. Los científicos luchan contra insectos, venenos, enfermedades, pero jamás se enfrentaron a una sopa, al parecer la más inofensiva de todos los alimentos. Lo peor, aunque no lo crean, estaba por venir.

Cuando en el mundo se supo de esa sopa de ingrediente secreto, todos quisieron probarla ya sea por audacia o por emulación malsana. Los médicos solemnes y los jocosos dieron especificaciones muy exactas contra esta pretensión. El mundo no hizo caso. Parece ser que los habitantes de esa tierra milenaria son envidiados por otras tierras menos milenarias y muy arribistas por sus costumbres, por su gastronomía, por su enorme sabiduría demostrada a través del tiempo por filósofos, poetas, médicos solemnes y jocosos.

Enseguida, el mundo entero quiso probarla. Se dieron a la tarea de comerla con mucha pasión, como dicen que hacen los que imitan lo malo. Los resultados fueron alarmantes. La sopa hizo furor entre los más distinguidos gourmets del mundo, es decir, entre los tragones. Pronto, se vieron contagiados por la asiduidad a la sopa, por su gusto, por su ingrediente secreto.

Los médicos solemnes y los jocosos recomendaron una sana distancia de la sopa, entre quienes la hubieran comido y entre los que fueran a comerla. La población de esas tierras menos milenarias y muy pretenciosas se dio a comer la sopa de tal forma, recomendándola, proponiendo variaciones según la zona que pronto estuvieron enfermos como el primer hombre que la comiera. Entonces los médicos solemnes y los jocosos recomendaron que todos usaran cubrebocas o barbijo para impedir que la sopa entrase en sus cuerpos. Igualmente, nadie hizo caso.

La población de esas tierras que se iban quedando solas porque nadie quiso tomar distancia, usar cubrebocas, dejar de acercarse unos a otros, pusieron el grito en el cielo al ver que la sopa iba diezmando las ciudades, las villas, las comunidades y los muchos pueblos. La sopa se fue propagando desde esos lugares a todo el mundo hasta que no hubo lugar donde todos la tomaran, se enfermaran y después quisieran usar cubrebocas tomando así distancia de ella. Pensaron, ya muy tarde, que era mejor seguir las indicaciones de los médicos solemnes o de los jocosos. Lo malo fue que en ese momento ya no hubo forma de contrarrestar los efectos de la sopa. En ese momento el mundo se colapsó por comerla. Todos se dieron a una soberana indigestión, provocada por la sopa, su cuchara, sus crotones.

No quisiera pensar que era del bichito ese que vuela de noche y es muy feíto, la verdad. Pero todos lo culparon. El primer hombre contagiado les dijo que el error fue no seguir las indicaciones de los médicos, jocosos o solemnes. Hasta ese momento le creyeron. En la actualidad, las cifras de enfermos por comer la sopa suman más de 43 millones. Y los que murieron suman más de un millón. Todo por comer una sopa. Qué tal si hubiera sido un filete o un pavo relleno.

El cuento de la sopa lo cuento respetuosamente con el único propósito de hacernos reflexionar sobre este mal que aqueja al mundo entero. Muchos han fallecido. Nuestro deber, como ciudadanos conscientes, como seres humanos, con sentido de unión fraternal es cuidarnos unos a otros. Las medidas las conocemos muy bien. Vamos a ser los que salvemos al mundo como si fuéramos los superhéroes que alguna vez fueron la delicia de la niñez, así no solo salvaremos a los nuestros, parientes o familiares, sino a nuestros compatriotas, conciudadanos, amigos y todos los que vivimos en torno.

Esa será la mejor muestra de solidaridad, amor y cuidado jamás ofrecida. Por lo pronto, la sopa sigue siendo el inicio de los menús, de los restaurantes más caros, la predilección de los niños, de los adultos, de los viejos. Nadie sigue las recomendaciones de los médicos solemnes o jocosos, lo que a ellos les tiene, la verdad, muy sin cuidado.