/ viernes 22 de marzo de 2024

Artilugios / Pido la palabra...

En las reuniones de algún sindicato, el de trabajadores de la radio al que pertenecí hace ya rato, siempre se da voz a los asambleístas para exponer su parecer, o no, de los casos ahí tratados. Siempre hay quienes no quieren preguntar sino opinar a su vez. U ofrecer una salida graciosa. En el primer caso siempre estaba Pablo Marenko. En el segundo Tito Livio López Huerta. Ambos tenían siempre un aspaviento con el que concluir una cuestión tensa o un caso mal investigado.

En otros ámbitos fue siempre muy aletargado ver en las conferencias o mesas redondas que un integrante del público externaba su opinión. No quiere preguntar nada, su soberbia lo impele a opinar del tema, aunque el tema ya fue tratado. Era el caso de nuestro bien recordado amigo el notario Jesús Ezequiel de Dios quien siempre tenía un punto más que agregar a la agenda.

Alguna vez vino a ofrecer una conferencia el adusto Carlos Monsiváis. Habló de lo poetas que conformaron el grupo Contemporáneos. Aunque más bien, en aquellos tiempos de indefiniciones políticas, vino a hablar bien de Cuauhtémoc Cárdenas. Y no crean. Fieles integrantes del PSM como Ramón de la Mora veían con suspicacia esta postura. El caso es que, al tocar el tema de Tomás Garrido, el moderador propuso una ronda de preguntas y respuestas. El que inmediatamente levantó la mano fue don Jesús.

Explicó, con lujo de detalles, como él lo hacía, los desfiles y muestras de adhesión al Sagitario Rojo. Desfiles con los que se apoyaba la escuela “racionalista” en nuestro estado. Monsiváis, molesto, no quiso responder preguntas después. Fui convidado a cenar con él y otros intelectuales de cepa de esos tiempos. Lo de la cepa después se comprenderá.

Ahí, don Monsiváis hizo algunos comentarios algo enojado por tan “interesante” participación. Lo que al cronista le incomodó fue que ahí estaba, frente a él, un testigo del tiempo garridista. Un hombre que vio, supo, entendió los mecanismos de aquellos tiempos. Monsiváis solamente hablaba de oídas, de lecturas. Don Jesús lanzó guijarros que dieron en el ego, inconmensurable, del autor de Amor perdido porque los guijarros provenían de quien supo, no de quien investigó.

Otra correría de don Jesús fue cuando vinieron algunos jarochos que dieron en llamarle al zapateo, en general, son. Y no son lo mismo, por supuesto. Cuando concluyó la mesa redonda, donde además de nuestra querida amiga Leticia Rivera apareció Ofelia Medina, y don Jesús Pidió la palabra. Delimitó, bien informado, repito, la diferencia entre uno y otro. El moderador, el maestro Andrés González Pagés, le pidió que fuera concluyendo con lo que logró la ira del notario que de inmediato regresó el micrófono. Doña Ofelia, ducha en la zalema, se disculpó con don Jesús y le pidió que terminase su exposición. El notario, socarronamente, dijo, Que el que me quitó el micrófono vuelva a dármelo, con lo que el maestro González Pagés no tuvo más remedio que hacerlo. Terminó su discurso el autor de José de los Santos y devolvió el aparatito muy ufano.

Hay intervenciones que hacen sonreír. Las hay que molestan por su impertinencia. O molestan las respuestas del ponente o conferencista. Hace mucho tiempo, los intelectuales que venían a las Jornadas Pellicerianas tenían la mala costumbre de preguntarse y responderse entre ellos mismos. A los escritores o intelectuales del terruño no les hacían caso. No era cosa de moderadores o de organizadores. José Emilio Pacheco, Luis Mario Schneider o Carballo solo hablaban entre sí, como pares, como iguales. Los escritores o poetas llaneros, como nosotros en ese momento, éramos para ir de juerga, de pachanga.

En una de esas pachangas, por cierto, comimos y bebimos mano a mano Sergio Fernández y un servidor. Leí La copa derramada, ese formidable estudio sobre Sor Juana que no le pide nada al de Octavio Paz. Guardé mucho tiempo sus ensayos sobre La Celestina titulado El amor condenado y otros ensayos. Fue en casa de Gerardo Rivera donde se lució el maestro disertando mucho mejor que en aula donde se dieran los trabajos pellicerianos. El menú fue horneado de ese que se cocina deliciosamente por Navidad o en alguna otra celebración especial. Y cerveza.

La vida me llevó por muchas conferencias a las que era yo aficionado. He dado muchas otras sin querer con ello ser fanfarrón. El caso es que cuando se hable de algo, debe saberse que se estudió con conocimiento y aprecio. Con eso es más que suficiente para ofrecerle al público un momento interesante, de promocion de la Literatura. He visto, repito, muchas conferencias con salidas geniales o con aspectos tensos.

Por ejemplo, donde se propuso llamar a aquel encuentro de escritores Manuel Barbosa en honor del poeta caído por una decepción amorosa. Al anterior se le llamó Josefina Vicens dada la presencia de la escritora y el homenaje que se le rendía. La propuesta en el caso del poeta Barbosa no prosperó y aunque después Teo García Ruiz negaba su importancia, en ese momento vi salir lágrimas de sus ojos.

Emmanuel Carballo siempre vino a Tabasco a decir que Pellicer era homosexual y que eso no debería importarle a los tabasqueños. Y no, al que le importaba mucho señalarlo era a él. Otra vez, y este momento literario rayó en lo político, se dio la conferencia sobre Muerte sin fin y el poeta Gorostiza. Estaban ahí el inefable Carballo, la dúctil María Luisa, la China, Mendoza, Álvaro Mutis y algún otro que se me escapa. Eran los tiempos de Salvador Neme y los tabasqueños de cepa, se reían triunfantes sobre los extraestatales que trajo el anterior gobernador, Enrique González Pedrero.

Pedí la palabra y pregunté, con toda la candidez esa que Dios me dio, que porqué, ya que éramos tan localistas, en la mesa no estaba un tabasqueño. El que se enojó fue Carballo. Manoteó, se exaltó y dijo que valía madre… así, con todas sus letras. La China Mendoza igualmente, aunque menos iracunda, se levantó en armas y pidió que no la volvieran a invitar, lo que sucedió efectivamente. Desde ese momento, supe que no me iba a constelar la vida con la dirección de Cultura. En fin.

Para cerrar este anecdotario de conferencias y presentaciones donde se pide la palabra a ultranza, vuelvo al licenciado De Dios. Ahora él daba la conferencia y por esas cosas de lo oculto, de lo sobrenatural, fue breve. Cuando concluyó, él mismo se dirigió al respetable, ¿Hay preguntas? A lo que un denodado denostador respondió levantándose de su asiento, ¡Hay respuestas!

Y ahora sí, ya para finalizar, dos algos más. Una vez que se presentaba un libro del señor Pedro Ocampo, el historiador Geney Torruco desprendió, como quien no quere la cosa, sutilmente, una página del volumen y la leyó así a trasluz. Don Pedro y el director editorial de aquel tiempo casi escupen el café. Todos los demás reímos con risita ratonil.

Concluyo. Vino a ofrecer una conferencia el dramaturgo Rafael Solana que tenía el curioso nombre de Tres poetas tabasqueños. Pensábamos todos que ya sabíamos el cuerpo de la ponencia. Sí, el maestro Solana habló de Pellicer, de Gorostiza, pero cuando creímos que hablaría de José Carlos Becerra, el maestro habló de José Tiquet. Lo que no estaba mal, creo. Pero eran muy altos los tres númenes de la poesía tabasqueña para acomodar a don Pepe ahí mismo.

Se levantó don Jesús y recriminó al maestro con amplio tono. Fue algo incordiado pues el maestro Solana murió poco tiempo después. No quiero creer que del enojo… o del susto.

En las reuniones de algún sindicato, el de trabajadores de la radio al que pertenecí hace ya rato, siempre se da voz a los asambleístas para exponer su parecer, o no, de los casos ahí tratados. Siempre hay quienes no quieren preguntar sino opinar a su vez. U ofrecer una salida graciosa. En el primer caso siempre estaba Pablo Marenko. En el segundo Tito Livio López Huerta. Ambos tenían siempre un aspaviento con el que concluir una cuestión tensa o un caso mal investigado.

En otros ámbitos fue siempre muy aletargado ver en las conferencias o mesas redondas que un integrante del público externaba su opinión. No quiere preguntar nada, su soberbia lo impele a opinar del tema, aunque el tema ya fue tratado. Era el caso de nuestro bien recordado amigo el notario Jesús Ezequiel de Dios quien siempre tenía un punto más que agregar a la agenda.

Alguna vez vino a ofrecer una conferencia el adusto Carlos Monsiváis. Habló de lo poetas que conformaron el grupo Contemporáneos. Aunque más bien, en aquellos tiempos de indefiniciones políticas, vino a hablar bien de Cuauhtémoc Cárdenas. Y no crean. Fieles integrantes del PSM como Ramón de la Mora veían con suspicacia esta postura. El caso es que, al tocar el tema de Tomás Garrido, el moderador propuso una ronda de preguntas y respuestas. El que inmediatamente levantó la mano fue don Jesús.

Explicó, con lujo de detalles, como él lo hacía, los desfiles y muestras de adhesión al Sagitario Rojo. Desfiles con los que se apoyaba la escuela “racionalista” en nuestro estado. Monsiváis, molesto, no quiso responder preguntas después. Fui convidado a cenar con él y otros intelectuales de cepa de esos tiempos. Lo de la cepa después se comprenderá.

Ahí, don Monsiváis hizo algunos comentarios algo enojado por tan “interesante” participación. Lo que al cronista le incomodó fue que ahí estaba, frente a él, un testigo del tiempo garridista. Un hombre que vio, supo, entendió los mecanismos de aquellos tiempos. Monsiváis solamente hablaba de oídas, de lecturas. Don Jesús lanzó guijarros que dieron en el ego, inconmensurable, del autor de Amor perdido porque los guijarros provenían de quien supo, no de quien investigó.

Otra correría de don Jesús fue cuando vinieron algunos jarochos que dieron en llamarle al zapateo, en general, son. Y no son lo mismo, por supuesto. Cuando concluyó la mesa redonda, donde además de nuestra querida amiga Leticia Rivera apareció Ofelia Medina, y don Jesús Pidió la palabra. Delimitó, bien informado, repito, la diferencia entre uno y otro. El moderador, el maestro Andrés González Pagés, le pidió que fuera concluyendo con lo que logró la ira del notario que de inmediato regresó el micrófono. Doña Ofelia, ducha en la zalema, se disculpó con don Jesús y le pidió que terminase su exposición. El notario, socarronamente, dijo, Que el que me quitó el micrófono vuelva a dármelo, con lo que el maestro González Pagés no tuvo más remedio que hacerlo. Terminó su discurso el autor de José de los Santos y devolvió el aparatito muy ufano.

Hay intervenciones que hacen sonreír. Las hay que molestan por su impertinencia. O molestan las respuestas del ponente o conferencista. Hace mucho tiempo, los intelectuales que venían a las Jornadas Pellicerianas tenían la mala costumbre de preguntarse y responderse entre ellos mismos. A los escritores o intelectuales del terruño no les hacían caso. No era cosa de moderadores o de organizadores. José Emilio Pacheco, Luis Mario Schneider o Carballo solo hablaban entre sí, como pares, como iguales. Los escritores o poetas llaneros, como nosotros en ese momento, éramos para ir de juerga, de pachanga.

En una de esas pachangas, por cierto, comimos y bebimos mano a mano Sergio Fernández y un servidor. Leí La copa derramada, ese formidable estudio sobre Sor Juana que no le pide nada al de Octavio Paz. Guardé mucho tiempo sus ensayos sobre La Celestina titulado El amor condenado y otros ensayos. Fue en casa de Gerardo Rivera donde se lució el maestro disertando mucho mejor que en aula donde se dieran los trabajos pellicerianos. El menú fue horneado de ese que se cocina deliciosamente por Navidad o en alguna otra celebración especial. Y cerveza.

La vida me llevó por muchas conferencias a las que era yo aficionado. He dado muchas otras sin querer con ello ser fanfarrón. El caso es que cuando se hable de algo, debe saberse que se estudió con conocimiento y aprecio. Con eso es más que suficiente para ofrecerle al público un momento interesante, de promocion de la Literatura. He visto, repito, muchas conferencias con salidas geniales o con aspectos tensos.

Por ejemplo, donde se propuso llamar a aquel encuentro de escritores Manuel Barbosa en honor del poeta caído por una decepción amorosa. Al anterior se le llamó Josefina Vicens dada la presencia de la escritora y el homenaje que se le rendía. La propuesta en el caso del poeta Barbosa no prosperó y aunque después Teo García Ruiz negaba su importancia, en ese momento vi salir lágrimas de sus ojos.

Emmanuel Carballo siempre vino a Tabasco a decir que Pellicer era homosexual y que eso no debería importarle a los tabasqueños. Y no, al que le importaba mucho señalarlo era a él. Otra vez, y este momento literario rayó en lo político, se dio la conferencia sobre Muerte sin fin y el poeta Gorostiza. Estaban ahí el inefable Carballo, la dúctil María Luisa, la China, Mendoza, Álvaro Mutis y algún otro que se me escapa. Eran los tiempos de Salvador Neme y los tabasqueños de cepa, se reían triunfantes sobre los extraestatales que trajo el anterior gobernador, Enrique González Pedrero.

Pedí la palabra y pregunté, con toda la candidez esa que Dios me dio, que porqué, ya que éramos tan localistas, en la mesa no estaba un tabasqueño. El que se enojó fue Carballo. Manoteó, se exaltó y dijo que valía madre… así, con todas sus letras. La China Mendoza igualmente, aunque menos iracunda, se levantó en armas y pidió que no la volvieran a invitar, lo que sucedió efectivamente. Desde ese momento, supe que no me iba a constelar la vida con la dirección de Cultura. En fin.

Para cerrar este anecdotario de conferencias y presentaciones donde se pide la palabra a ultranza, vuelvo al licenciado De Dios. Ahora él daba la conferencia y por esas cosas de lo oculto, de lo sobrenatural, fue breve. Cuando concluyó, él mismo se dirigió al respetable, ¿Hay preguntas? A lo que un denodado denostador respondió levantándose de su asiento, ¡Hay respuestas!

Y ahora sí, ya para finalizar, dos algos más. Una vez que se presentaba un libro del señor Pedro Ocampo, el historiador Geney Torruco desprendió, como quien no quere la cosa, sutilmente, una página del volumen y la leyó así a trasluz. Don Pedro y el director editorial de aquel tiempo casi escupen el café. Todos los demás reímos con risita ratonil.

Concluyo. Vino a ofrecer una conferencia el dramaturgo Rafael Solana que tenía el curioso nombre de Tres poetas tabasqueños. Pensábamos todos que ya sabíamos el cuerpo de la ponencia. Sí, el maestro Solana habló de Pellicer, de Gorostiza, pero cuando creímos que hablaría de José Carlos Becerra, el maestro habló de José Tiquet. Lo que no estaba mal, creo. Pero eran muy altos los tres númenes de la poesía tabasqueña para acomodar a don Pepe ahí mismo.

Se levantó don Jesús y recriminó al maestro con amplio tono. Fue algo incordiado pues el maestro Solana murió poco tiempo después. No quiero creer que del enojo… o del susto.