/ viernes 1 de marzo de 2024

Artilugios / Lo que callamos los que escribimos

Permítaseme una breve anécdota. A un extraño país donde todos sus habitantes eran ciegos, pero, al mismo tiempo, eran muy sabios, llegó un inmenso animal conocido por todos, menos por esos ciegos, como el elefante. Al saber de su existencia, tres de los sabios del país de los ciegos fueron invitados por el gobierno hasta la plaza mayor para que ofrecieran una descripción del animal aquel. Los sabios se pusieron a tocar al elefante para tener una idea de su tamaño, de su forma y poder dar una descripción detallada de él.

El primero dijo, tocando al elefante en la trompa, El elefante es como una larga manguera donde se aprecian rugosidades y protuberancias; el siguiente sabio dijo, tocando al elefante en las patas, El elefante es como una serie de troncos que tienen dedos en su parte inferior; el tercer sabio tocó la piel del animal para decir, El elefante es como una ancha pared donde conviven los insectos y la capilosidad. De estas tres versiones podemos colegir, pienso yo, que todos tienen razón; al mismo tiempo, ninguno la tiene.

Desde siempre, quienes escribimos en medios ofrecimos un panorama desalentador. Somos los ciegos que guían a otros ciegos, los integrantes de un reducido grupo de personas que se mueven en un ámbito donde pulula la información para dar su versión, muy personal, de los hechos. Recordemos si no la graciosa -por no decir impertinente- anécdota de Enrique Loubet sobre los encabezados de los diarios cuando ocurrió el eclipse de 1970. El maestro Loubet iba dando la noticia del eclipse según la presentaron en sus primeras páginas. Todos a cuál más risible, pero la que causó mayor risa fue el eclipse visto por El Nacional. ¿Y el Nacional, maestro? Ah, ese no dio nota porque no hubo boletín.

La radio, la televisión, la prensa están, aun, inmersos en la red sonora del tráfico, de la voz expuesta a los cuatro vientos, de la música popular; se entremezclan unos con otros, se desdoran fuertemente cuando quieren autodestruirse. Unidos en una común pretensión, la de ser los poseedores absolutos de la verdad, los medios siguen esquemas fáciles, esquemas ya desarrollados hasta la saciedad. No es raro, por eso, encontrarnos con un noticiero radiofónico donde aún se leen los anuncios comerciales, haciendo oídos sordos a la recomendación que pide la perfectibilidad de la grabación o una serie de periódicos donde se abogan a la fácil tarea de criticar la vida privada de todo mundo, ante la imposibilidad de criticar el trabajo que se realiza.

Bachelard –vuelvo a él siempre, una y otra vez– nos habla de la originalidad de los medios. Si todos los días presentásemos algo nuevo, es justo creer que tendríamos un auditorio -lector, escucha o espectador- que siga fielmente nuestro programa o nuestra columna, nuestro noticiero o nuestro artículo de fondo. La originalidad es tan notable que podemos poner en boga los programas de estudio con público y en vivo que se hicieron hace muchos años, así como el artículo que copia los modos de hablar de nuestro entorno para reflejar así una cotidianeidad que siempre será grata al público.

Se habló, ya hace tiempo, de la desaparición de los medios de comunicación, al menos tal como los conocemos, y los grandes pensadores del futuro se avocaron a esta tarea.

El mundo que nos presentan Orwell, Bradbury, Clarke y algunos otros es un mundo aterrador, símbolo de la perversión del hombre reflejada en las acciones de la Humanidad, según la conveniencia del caso. En la novela Farenheit 451, Bradbury nos narra la persecución de un fugitivo, cómo la policía del pensamiento lo cerca y lo mata.

Lo irónico del caso es que todo es un simulacro, una simulación para tranquilizar a la sociedad diciéndole, El criminal ha muerto, ya podemos dormir tranquilos, mientras el criminal lo observa todo desde un televisor oculto, perteneciente a los enemigos del régimen. ¿Algún día los medios de comunicación llegarán a estos extremos?

¿Llegaremos al extremo de ver la realidad preparada por la televisión, interesada en salvaguardar un orden, una paz social que se quiere representar –suma ambición de Televisa en algún tiempo, convertir la telenovela en realidad y la realidad en telenovela– como uno de los tantos teleteatros clasemedieros, baratos, perversos?

Pedro Ocampo Ramírez habló en una charla sobre la poca credibilidad a que se ha hecho acreedora la prensa, presentando un panorama desolador, de lo más triste. Los sucesos de las distintas guerras, reseñados según la vertiente de los medios, quitaron credibilidad a muchos noticieros de televisión o no que pontificaban con la noticia desde altares insuperables de la introspección de cultos. En cuanto a la radio, mejor corramos un velo.

Si volvemos al asunto de la desaparición de los medios, pensemos en la desaparición de esa forma convenenciera y tendenciosa en que se manejan. En las manos de los comunicadores está el superar la triste etapa en que viven esos espacios.

En un pis pas desaparecieron los objetos radio y televisión y fueron sustituidos por las muy adictivas plataformas –según Bradbury– mientras que el objeto periódico fue sustituido por la impactante modalidad de los influencers. El contenido es el que nos debe interesar a todos no su exterior; de nosotros depende que caigamos en la parafernalia aterradora de Orwell o de Bradbury o que tomemos nuestros medios, haciéndonos copartícipes de ellos exponiendo las verdades con objetividad, con valentía y precisión, que hagamos uso, con sabiduría y verdadero aprecio de nuestra libertad de expresión, de los medios para mejor desempeño de la actividad como comunicadores. No es gratuito que el presidente filtre números de teléfono, correos electrónicos, así como otras coordenadas de periodistas. El fin es evidenciar como los medios lo evidencian.

El panorama, en esta rápida ojeada, es desolador. Nuestro entorno fue circundado, no podemos, no debemos negarlo del estruendo de la televisión, de las ondas hertzianas de la radio y de la linotipia pertinaz del periódico. El aprovechamiento de ellos no parte –no debe partir– de ninguna institución ni de ningún clan enfebrecido de poder. Debe partir de la convicción, que cada uno de los que aparecen, hablan o escriben tenga de la verdad, que cada uno conozca de la verdad. No de esa particular concepción de la verdad que cada uno tiene, sino de la verdad como primordial punto de vista del comunicador.

El hombre siempre ha sentido la necesidad de comunicarse, pero no es el medio el que hará al hombre sino el hombre el que hará de su medio de comunicación un baluarte de probidad, amena y verdadera o el lugar común–mucho más peligroso que cualquiera de los peligros antes mencionados– de la tradicionalidad malentendida. La verdad es grande, contundente como el elefante del principio. El comunicador consciente es responsable de sus acciones, le toca hacerlas evidentes y claras para el resto de la población, para que estos invidentes vean, para que nadie les dé una versión distorsionada de lo que es el elefante.

Baluartes de la expresión, monumentos de la cotidianeidad, los medios de comunicación –radio, televisión, prensa– reposan en una ensoñación producto, creo, de la fama adquirida; deben despertar de su aletargamiento, de ese sueño existencial para encarar el porvenir. El siglo XXI comenzó realmente en el año 2020. Todo cambió a partir de la pandemia, ese fin y principio que conlleva a la conservación de la Humanidad es lo que el comunicador, ahora en distintas trincheras, debe hacer. Al menos tratar de hacerlo.

Permítaseme una breve anécdota. A un extraño país donde todos sus habitantes eran ciegos, pero, al mismo tiempo, eran muy sabios, llegó un inmenso animal conocido por todos, menos por esos ciegos, como el elefante. Al saber de su existencia, tres de los sabios del país de los ciegos fueron invitados por el gobierno hasta la plaza mayor para que ofrecieran una descripción del animal aquel. Los sabios se pusieron a tocar al elefante para tener una idea de su tamaño, de su forma y poder dar una descripción detallada de él.

El primero dijo, tocando al elefante en la trompa, El elefante es como una larga manguera donde se aprecian rugosidades y protuberancias; el siguiente sabio dijo, tocando al elefante en las patas, El elefante es como una serie de troncos que tienen dedos en su parte inferior; el tercer sabio tocó la piel del animal para decir, El elefante es como una ancha pared donde conviven los insectos y la capilosidad. De estas tres versiones podemos colegir, pienso yo, que todos tienen razón; al mismo tiempo, ninguno la tiene.

Desde siempre, quienes escribimos en medios ofrecimos un panorama desalentador. Somos los ciegos que guían a otros ciegos, los integrantes de un reducido grupo de personas que se mueven en un ámbito donde pulula la información para dar su versión, muy personal, de los hechos. Recordemos si no la graciosa -por no decir impertinente- anécdota de Enrique Loubet sobre los encabezados de los diarios cuando ocurrió el eclipse de 1970. El maestro Loubet iba dando la noticia del eclipse según la presentaron en sus primeras páginas. Todos a cuál más risible, pero la que causó mayor risa fue el eclipse visto por El Nacional. ¿Y el Nacional, maestro? Ah, ese no dio nota porque no hubo boletín.

La radio, la televisión, la prensa están, aun, inmersos en la red sonora del tráfico, de la voz expuesta a los cuatro vientos, de la música popular; se entremezclan unos con otros, se desdoran fuertemente cuando quieren autodestruirse. Unidos en una común pretensión, la de ser los poseedores absolutos de la verdad, los medios siguen esquemas fáciles, esquemas ya desarrollados hasta la saciedad. No es raro, por eso, encontrarnos con un noticiero radiofónico donde aún se leen los anuncios comerciales, haciendo oídos sordos a la recomendación que pide la perfectibilidad de la grabación o una serie de periódicos donde se abogan a la fácil tarea de criticar la vida privada de todo mundo, ante la imposibilidad de criticar el trabajo que se realiza.

Bachelard –vuelvo a él siempre, una y otra vez– nos habla de la originalidad de los medios. Si todos los días presentásemos algo nuevo, es justo creer que tendríamos un auditorio -lector, escucha o espectador- que siga fielmente nuestro programa o nuestra columna, nuestro noticiero o nuestro artículo de fondo. La originalidad es tan notable que podemos poner en boga los programas de estudio con público y en vivo que se hicieron hace muchos años, así como el artículo que copia los modos de hablar de nuestro entorno para reflejar así una cotidianeidad que siempre será grata al público.

Se habló, ya hace tiempo, de la desaparición de los medios de comunicación, al menos tal como los conocemos, y los grandes pensadores del futuro se avocaron a esta tarea.

El mundo que nos presentan Orwell, Bradbury, Clarke y algunos otros es un mundo aterrador, símbolo de la perversión del hombre reflejada en las acciones de la Humanidad, según la conveniencia del caso. En la novela Farenheit 451, Bradbury nos narra la persecución de un fugitivo, cómo la policía del pensamiento lo cerca y lo mata.

Lo irónico del caso es que todo es un simulacro, una simulación para tranquilizar a la sociedad diciéndole, El criminal ha muerto, ya podemos dormir tranquilos, mientras el criminal lo observa todo desde un televisor oculto, perteneciente a los enemigos del régimen. ¿Algún día los medios de comunicación llegarán a estos extremos?

¿Llegaremos al extremo de ver la realidad preparada por la televisión, interesada en salvaguardar un orden, una paz social que se quiere representar –suma ambición de Televisa en algún tiempo, convertir la telenovela en realidad y la realidad en telenovela– como uno de los tantos teleteatros clasemedieros, baratos, perversos?

Pedro Ocampo Ramírez habló en una charla sobre la poca credibilidad a que se ha hecho acreedora la prensa, presentando un panorama desolador, de lo más triste. Los sucesos de las distintas guerras, reseñados según la vertiente de los medios, quitaron credibilidad a muchos noticieros de televisión o no que pontificaban con la noticia desde altares insuperables de la introspección de cultos. En cuanto a la radio, mejor corramos un velo.

Si volvemos al asunto de la desaparición de los medios, pensemos en la desaparición de esa forma convenenciera y tendenciosa en que se manejan. En las manos de los comunicadores está el superar la triste etapa en que viven esos espacios.

En un pis pas desaparecieron los objetos radio y televisión y fueron sustituidos por las muy adictivas plataformas –según Bradbury– mientras que el objeto periódico fue sustituido por la impactante modalidad de los influencers. El contenido es el que nos debe interesar a todos no su exterior; de nosotros depende que caigamos en la parafernalia aterradora de Orwell o de Bradbury o que tomemos nuestros medios, haciéndonos copartícipes de ellos exponiendo las verdades con objetividad, con valentía y precisión, que hagamos uso, con sabiduría y verdadero aprecio de nuestra libertad de expresión, de los medios para mejor desempeño de la actividad como comunicadores. No es gratuito que el presidente filtre números de teléfono, correos electrónicos, así como otras coordenadas de periodistas. El fin es evidenciar como los medios lo evidencian.

El panorama, en esta rápida ojeada, es desolador. Nuestro entorno fue circundado, no podemos, no debemos negarlo del estruendo de la televisión, de las ondas hertzianas de la radio y de la linotipia pertinaz del periódico. El aprovechamiento de ellos no parte –no debe partir– de ninguna institución ni de ningún clan enfebrecido de poder. Debe partir de la convicción, que cada uno de los que aparecen, hablan o escriben tenga de la verdad, que cada uno conozca de la verdad. No de esa particular concepción de la verdad que cada uno tiene, sino de la verdad como primordial punto de vista del comunicador.

El hombre siempre ha sentido la necesidad de comunicarse, pero no es el medio el que hará al hombre sino el hombre el que hará de su medio de comunicación un baluarte de probidad, amena y verdadera o el lugar común–mucho más peligroso que cualquiera de los peligros antes mencionados– de la tradicionalidad malentendida. La verdad es grande, contundente como el elefante del principio. El comunicador consciente es responsable de sus acciones, le toca hacerlas evidentes y claras para el resto de la población, para que estos invidentes vean, para que nadie les dé una versión distorsionada de lo que es el elefante.

Baluartes de la expresión, monumentos de la cotidianeidad, los medios de comunicación –radio, televisión, prensa– reposan en una ensoñación producto, creo, de la fama adquirida; deben despertar de su aletargamiento, de ese sueño existencial para encarar el porvenir. El siglo XXI comenzó realmente en el año 2020. Todo cambió a partir de la pandemia, ese fin y principio que conlleva a la conservación de la Humanidad es lo que el comunicador, ahora en distintas trincheras, debe hacer. Al menos tratar de hacerlo.