/ miércoles 17 de febrero de 2021

Zetas vs. policías: sangrienta venganza del crimen organizado

El 26 de abril de 2007, delincuentes emboscaron a unos patrulleros en “La Chichona”, marcando el inicio de una ola de ejecuciones de agentes policiacos en la entidad

A la desvencijada camioneta tipo Pick Up perteneciente a la Secretaría de Seguridad Pública de Tabasco (SSP) le habían puesto el ‘dedo’, como se decía comúnmente en el argot del hampa.

Los miembros de la ‘estaca’ (célula delincuencial de los Zetas) que aún quedaban activos luego de la detención de su jefe, el ‘Chelo Akal’, habían marcado a la patrulla 245 en su negra lista de venganza.

No les importaba en realidad quiénes la tripulaban. Sólo querían derramar sangre a cambio de la afrenta.

Es la madrugada del jueves 26 de abril de 2007.

El sicario, apodado ‘El Robalo’, apostado en la parte alta del paso a desnivel sobre el monumento a Sánchez Magallanes, observa a sus presas avanzar en el vehículo oficial mientras se incorporan lentamente a Ruiz Cortines.

En sus manos, el rifle AK-47 parece hincharse, estremecido, como si tuviera vida propia. Pero es la agitación de su pulso lo que lo hace latir como una arteria, al ritmo de su corazón despiadado.

Abre fuego.

Sin misericordia, como se lo enseñaron sus maestros delincuenciales, despedaza al policía que conduce la patrulla; las balas se hunden en el parabrisas como ardientes gotas de lluvia en la superficie de un charco de vidrio.

Desde otro ángulo, una ráfaga se suma a la suya e impacta a los agentes que viajan en la batea de la Pick Up.

Algunas yerran el blanco y se incrustan en el soporte del puente, horadando el concreto.

De pronto todo es silencio, olor a pólvora, gemidos ahogados.

*

No recuerdo la fecha exacta, pero fue en el mes de enero del año dos mil siete. Lo conocí en la calle cuando andaba buscando trabajo; su nombre era Miguel Morales, alias “El Pelucas”, quien me dio chamba como encargado de la tiendita para vender piedra y polvo, o sea cocaína, en una casa pintada de verde que tiene en la entrada un arbolito, allá por la Central Camionera de Frontera.

Empecé a trabajar con él por comisión y me pagaba diez mil pesos semanales, o sea, de acuerdo a lo que yo vendía. Un día El Pelucas me dijo que si quería yo trabajar de lleno con él y pertenecer a La Compañía, siendo su guardaespaldas. Si accedía, me iba a entrenar con unos cuates de él que eran judiciales.

Le dije que sí y me dieron entrenamiento en la Quinta El Bambú, que está por la carretera La Guayra de la ranchería Río Viejo, municipio de Centro.

El entrenamiento consistía en armar y desarmar pistolas y rifles, además de prácticas de tiro, como realizar disparos desde vehículos en movimiento. Allí fue donde me enteré que La Compañía era en realidad la organización delictiva denominada Los Zetas.

Recuerdo que los instructores eran tres personas que conozco con los siguientes apodos: El Nipón, un tipo chaparro, gordito, de unos treinta y dos años de edad, moreno, de cabello ondulado. El Toro, de unos veinticuatro años, delgado, con el cabello cortado a rape, cuya principal seña particular es una cicatriz en la espalda que le dejó un plomazo de AR-15.

El Dorigan formaba parte del grupo que nos entrenaba a mí y a otras veinticinco personas.

De mis “compañeros de armas”, recuerdo los sobrenombres de El Relax, El Pica y La Bailarina, porque en La Compañía no debemos conocernos por nuestros nombres verdaderos, aunque a veces se nos escapa decirlos.

A mí me decían El Robalo, que porque tengo ojos de pescado.

Cuando cumplí un mes en el entrenamiento fui comisionado para trabajar como escolta del Akal, de quien después me enteré que se llamaba José, que estaba encargado de repartir los “cuadros” de droga desde una casa de seguridad en la carretera Villahermosa-Ixtacomitán.

Allí nos reuníamos cada sábado. Era una casa de dos plantas, pintada de color naranja; tenía un gimnasio en la planta baja con todo tipo de aparatos para hacer ejercicio; había un altar de la Santa Muerte, con crucifijos de oro colgando por todas partes. El altar era del ‘Chelo Akal’, mi mero jefe, quien creía mucho en ella.

*

Fueron 32 limpios orificios de ‘cuerno de chivo’ los que los peritos pudieron contar en el parabrisas de la patrulla 245, aquella madrugada.

En el asiento del conductor, recostado sobre su lado derecho, quedó el cuerpo de uno de los agentes, perforado por las balas; la muerte le ‘cayó del cielo’ y con seguridad ni siquiera supo lo que le pasó.

En la batea de la camioneta yacía otro cadáver. El cadáver estaba en una posición extraña, desmadejado, todavía con el casco puesto y las fornituras ajustadas. Su abdomen presentaba exposición de vísceras.

Yacía junto a otro elemento, de nombre Adrián, a quien los paramédicos de la Cruz Roja encontraron todavía vivo, con varios balazos, pero respirando.

Un lesionado más se encontraba tirado debajo de la patrulla. El agente tal vez había saltado para escaparse. No llegó lejos.

Sus armas de cargo, tres rifles de asalto AR-15, fueron localizadas sobre las bancas en donde se sientan los policías, a los costados de la batea.

‘Sin accionar’, de acuerdo al peritaje.

*

Pese a la hora, el monumento a Sánchez Magallanes se llenó de curiosos y miembros de los medios de comunicación. Los Policías Ministeriales trataban infructuosamente de preservar la escena del crimen.

El entonces subprocurador Alex Álvarez arribó al lugar de los hechos. Vía telefónica, ponía al tanto de los pormenores al Procurador, Gustavo Rosario Torres.

Un Policía Estatal de Caminos, dijo: “Esto es una guerra y no hay para cuando acabar”.

Un mes después…

La ola de muerte no se detuvo; por el contrario, se cebó con especial crudeza entre los miembros de las fuerzas estatales.

El primero de mayo de 2007 fue acribillado el inspector de Seguridad Pública Ángel Sánchez Torres, sobre la avenida Ruiz Cortines. Era uno de los investigadores asignado a las actividades de los zetas encabezados por Mateo Díaz López.

El diez de mayo de 2007 asesinaron a otros dos policías en La Manga; Medel Ventura y Otilio Landero, tripulantes de la patrulla, la 089.

El dieciocho de mayo de 2007 fue ejecutado el director de Averiguaciones Previas de la entonces PGJE, Raúl López López, en el fraccionamiento Olimpia, en Villahermosa. Encabezaba las investigaciones en contra del "Chelo Akal" y la Hermandad.

A la desvencijada camioneta tipo Pick Up perteneciente a la Secretaría de Seguridad Pública de Tabasco (SSP) le habían puesto el ‘dedo’, como se decía comúnmente en el argot del hampa.

Los miembros de la ‘estaca’ (célula delincuencial de los Zetas) que aún quedaban activos luego de la detención de su jefe, el ‘Chelo Akal’, habían marcado a la patrulla 245 en su negra lista de venganza.

No les importaba en realidad quiénes la tripulaban. Sólo querían derramar sangre a cambio de la afrenta.

Es la madrugada del jueves 26 de abril de 2007.

El sicario, apodado ‘El Robalo’, apostado en la parte alta del paso a desnivel sobre el monumento a Sánchez Magallanes, observa a sus presas avanzar en el vehículo oficial mientras se incorporan lentamente a Ruiz Cortines.

En sus manos, el rifle AK-47 parece hincharse, estremecido, como si tuviera vida propia. Pero es la agitación de su pulso lo que lo hace latir como una arteria, al ritmo de su corazón despiadado.

Abre fuego.

Sin misericordia, como se lo enseñaron sus maestros delincuenciales, despedaza al policía que conduce la patrulla; las balas se hunden en el parabrisas como ardientes gotas de lluvia en la superficie de un charco de vidrio.

Desde otro ángulo, una ráfaga se suma a la suya e impacta a los agentes que viajan en la batea de la Pick Up.

Algunas yerran el blanco y se incrustan en el soporte del puente, horadando el concreto.

De pronto todo es silencio, olor a pólvora, gemidos ahogados.

*

No recuerdo la fecha exacta, pero fue en el mes de enero del año dos mil siete. Lo conocí en la calle cuando andaba buscando trabajo; su nombre era Miguel Morales, alias “El Pelucas”, quien me dio chamba como encargado de la tiendita para vender piedra y polvo, o sea cocaína, en una casa pintada de verde que tiene en la entrada un arbolito, allá por la Central Camionera de Frontera.

Empecé a trabajar con él por comisión y me pagaba diez mil pesos semanales, o sea, de acuerdo a lo que yo vendía. Un día El Pelucas me dijo que si quería yo trabajar de lleno con él y pertenecer a La Compañía, siendo su guardaespaldas. Si accedía, me iba a entrenar con unos cuates de él que eran judiciales.

Le dije que sí y me dieron entrenamiento en la Quinta El Bambú, que está por la carretera La Guayra de la ranchería Río Viejo, municipio de Centro.

El entrenamiento consistía en armar y desarmar pistolas y rifles, además de prácticas de tiro, como realizar disparos desde vehículos en movimiento. Allí fue donde me enteré que La Compañía era en realidad la organización delictiva denominada Los Zetas.

Recuerdo que los instructores eran tres personas que conozco con los siguientes apodos: El Nipón, un tipo chaparro, gordito, de unos treinta y dos años de edad, moreno, de cabello ondulado. El Toro, de unos veinticuatro años, delgado, con el cabello cortado a rape, cuya principal seña particular es una cicatriz en la espalda que le dejó un plomazo de AR-15.

El Dorigan formaba parte del grupo que nos entrenaba a mí y a otras veinticinco personas.

De mis “compañeros de armas”, recuerdo los sobrenombres de El Relax, El Pica y La Bailarina, porque en La Compañía no debemos conocernos por nuestros nombres verdaderos, aunque a veces se nos escapa decirlos.

A mí me decían El Robalo, que porque tengo ojos de pescado.

Cuando cumplí un mes en el entrenamiento fui comisionado para trabajar como escolta del Akal, de quien después me enteré que se llamaba José, que estaba encargado de repartir los “cuadros” de droga desde una casa de seguridad en la carretera Villahermosa-Ixtacomitán.

Allí nos reuníamos cada sábado. Era una casa de dos plantas, pintada de color naranja; tenía un gimnasio en la planta baja con todo tipo de aparatos para hacer ejercicio; había un altar de la Santa Muerte, con crucifijos de oro colgando por todas partes. El altar era del ‘Chelo Akal’, mi mero jefe, quien creía mucho en ella.

*

Fueron 32 limpios orificios de ‘cuerno de chivo’ los que los peritos pudieron contar en el parabrisas de la patrulla 245, aquella madrugada.

En el asiento del conductor, recostado sobre su lado derecho, quedó el cuerpo de uno de los agentes, perforado por las balas; la muerte le ‘cayó del cielo’ y con seguridad ni siquiera supo lo que le pasó.

En la batea de la camioneta yacía otro cadáver. El cadáver estaba en una posición extraña, desmadejado, todavía con el casco puesto y las fornituras ajustadas. Su abdomen presentaba exposición de vísceras.

Yacía junto a otro elemento, de nombre Adrián, a quien los paramédicos de la Cruz Roja encontraron todavía vivo, con varios balazos, pero respirando.

Un lesionado más se encontraba tirado debajo de la patrulla. El agente tal vez había saltado para escaparse. No llegó lejos.

Sus armas de cargo, tres rifles de asalto AR-15, fueron localizadas sobre las bancas en donde se sientan los policías, a los costados de la batea.

‘Sin accionar’, de acuerdo al peritaje.

*

Pese a la hora, el monumento a Sánchez Magallanes se llenó de curiosos y miembros de los medios de comunicación. Los Policías Ministeriales trataban infructuosamente de preservar la escena del crimen.

El entonces subprocurador Alex Álvarez arribó al lugar de los hechos. Vía telefónica, ponía al tanto de los pormenores al Procurador, Gustavo Rosario Torres.

Un Policía Estatal de Caminos, dijo: “Esto es una guerra y no hay para cuando acabar”.

Un mes después…

La ola de muerte no se detuvo; por el contrario, se cebó con especial crudeza entre los miembros de las fuerzas estatales.

El primero de mayo de 2007 fue acribillado el inspector de Seguridad Pública Ángel Sánchez Torres, sobre la avenida Ruiz Cortines. Era uno de los investigadores asignado a las actividades de los zetas encabezados por Mateo Díaz López.

El diez de mayo de 2007 asesinaron a otros dos policías en La Manga; Medel Ventura y Otilio Landero, tripulantes de la patrulla, la 089.

El dieciocho de mayo de 2007 fue ejecutado el director de Averiguaciones Previas de la entonces PGJE, Raúl López López, en el fraccionamiento Olimpia, en Villahermosa. Encabezaba las investigaciones en contra del "Chelo Akal" y la Hermandad.

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