/ viernes 24 de mayo de 2024

Artilugios / Gordos en pijama

Por fin los encontró.

A pesar de sus amontonadas proporciones los perdía, se le evadían en la multitud. Apenas veía a uno de los tres, los oficiantes principales de ese clan siniestro, empecinadamente oculto, lo seguía. No lo hacía mucho tiempo. Se evadían a pesar de sus adiposos cuerpos. Sabía la profesión y las duplicidades de cada uno.

El primero, el jefe, era secretario de la cultura en el desastrado gobierno aquel. El otro era un político de malas enseñanzas y mañas como el que más. El tercero, el menos reconocido escribía en algunos diarios, algunos panfletos, algunas revistas especializadas en artes de sociales. Nunca se les vio a los tres juntos. Esa era la mejor de sus estrategias. Lo sabía. Convencer a la sociedad de su inexistencia, de su lejanía, de su sombra.

Cómo llegó a saber de ellos, cómo descubrió el plan siniestro, cómo se propuso, al no tener apoyo de la policía, la guardia nacional, el ejército, investigarlos y detenerlos. Nunca lo sabremos. Aun se retorcían esas preguntas en su mente. Quiso dejar un diario de actividades, un informe sobre gordos, dejárselo a algún amigo fiel que lo diese a la luz pública si algo le ocurría. Después desistió porque no tenía amigos de ese calibre.

Y si los grupos militares no lo apoyaban, él mismo tendría que solucionarlo. Cómo. Eso era lo más difícil. En un principio no hizo caso, así como no hizo caso el conglomerado social. Para todos eran unos inefables gorditos que realizaban sus actividades como cualquier político, funcionario, periodista.

Él se dio cuenta de que eso no era normal. Además, fue de la manera más extraña y simple que pudiera darse. Se dio cuenta que los tres, en determinados días a determinadas horas salían en autos que no eran los suyos cobijados por la noche para dirigirse al mismo lugar. Lo curioso no era lo anterior. Lo curioso es que iban en pijama. Unos enormes, amplios pijamas que sostenían con algún cordón barato similar a los que ornaban las cortinas o telones de algunos puntos determinados de sus casas o teatros.

Ahí avanzaban los tres. Al darse cuenta, él puso en marcha sus excepcionales dotes detectivescas. Vio que estacionaban los autos en batería, es decir sesgados, paralelos, uno junto al otro. De ahí descendían sin saludarse o verse, sin establecer contacto y entraban en ese lugar del que no se distinguía entrada alguna. Al querer localizarla encontraba la pared lisa, sin puertas, sin ventanas.

¿Por dónde entraban entonces estos gordos? Buscó rendijas hasta darse cuenta de que era imposible que avanzasen por ahí porque sus cuerpos no eran varitas de nardo. Los gordos entraban en aquel sitio para… Ese era el misterio. Pero no. Ahí demostraba su poca experiencia en los andares detectivescos. Al principio, creía que eran solo tres los gordos integrantes de la cofradía siniestra, la de los gordos en pijama. Después se dio cuenta que, a medida que la noche entraba, más gordos vestidos en pijama algo más elegantes o no, llegaban, estacionaban sus autos en la misma acera, en batería igualmente, para entrar en el disimulado templo. Ahora bien, no era ni todas las noches ni todos los días.

Notó que las reuniones eran casi cada mes, es decir cuando la luna entraba en cuarto menguante luciendo una hermosa panza. Muchos decían que el satélite se había embarazado y otros que era gordura veraz porque la luna engordaba cada mes porque era hombre. Rio de la idea. Si la luna era varón todos aquellos que le cantaron de manera pertinaz, poetas y cancioneros, eran maricas. El luno. Hasta el nombre parecía muy tonto.

El caso es que por ese tiempo nadie querría dedicarse a soliviantar a nadie que pareciese emisario de la luna, arqueros de Diana, corredores de sus tropelías o capellán de sus martirios. Los gordos se reunían porque la luna indicaba una protuberancia que denotaba la buena comida, la buena bebida, el sibaritismo. Obviamente, decía la queridísima amiga Hilda, Los cuerpos no mienten. Así era. Los tres mandamases de la secta eran tres depositarios del hartazgo, de la glotonería.

Se los veía, por separado, gozando en restaurantes, fiestas, saraos, tertulias, cocinas o tabernas de los más deliciosos manjares, de los platillos más elaborados, de los postres más empalagosos o de las bebidas de mayor escala en el gusto de lo etílico o de la henchida forma del café. Eran la envidia de todos porque pocos podían darse esos lujos. El caso es que ¿de dónde sacaba el periodista el emolumento para departir como los otros? El funcionario y el político eran ricos, como lo son todos los funcionarios y políticos del mundo. El periodista no. A pesar de que se cree que ganan mucho dinero por sus notas o por sus componendas, este siempre andaba a la quinta pregunta.

No había manera de relacionarlos.

El caso es que cuando la luna ofrecía su pancita retacada de estrellas o de cometas, los gordos en pijama salían de sus casas para reunirse en algún lugar apartado, recóndito, disimulado por las viejas calles del centro. Así era. Razones para el odio eran dos, principalmente. Una, la aborrecible actitud del político iniciando zalemas, disyuntivas o propuestas que nadie pedía solo para fortalecer su ego. La otra razón era más personal.

El reconcomio contra quienes pesaban más de 100 kilos fue una tarde en que vio morir a la querida tía Rosaura. La gentil mujer, como algún personaje de García Márquez, embalaba, trasegaba, engullía toneladas de manjares, de bebidas, de postres o licores que dejaban atónitos a los parientes durante la comida de los domingos. Nunca dijo si se había pesado. Suponían que sí porque de cuando en cuando hablaba de sus visitas al doctor familiar. Calculaban las mellizas Durero el peso de su amable tía en 250 kilos. O más, intervenía la madre del pesquisidor de este texto. Mucho más, decía el tío Casildo. La parentela reunida en la comida de los domingos después de misa, y antes que llegara la tía Rosaura, apostaban entre 250 kilos y media tonelada.

A nuestro personaje le parecía exagerado el cálculo. No decía nada porque los niños, en aquellos tiempos de buena educación y modales certeros, no opinaban, pero eran exageraciones de sus malquerientes parientes. Cuando llegaba la gordita todos la mimaban, le ponían cojines en espalda y nalgas para que se sintiera cómoda, le daban la primera bebida refrescante que la mujer tomaba rápido por el calor excesivo. Después iban pasando por ella charolas repletas de bocadillos a cuál más delicioso.

La plática se bifurcaba por muchos lados, haciendo a veces sinuosas carreteras por donde el primer argumento se deslizaba por otros caminos. La tía Rosaura acomodaba frases, dichos, anécdotas porque, además, era una conversadora amena, de muchas historias, a cual más interesante. Era en ese momento, al languidecer la charla, cuando la anfitriona llamaba a comer. Entonces se repetían las zalemas y apapachos a la mujer casi llevándola en andas al comedor, al jardín o a la estancia donde el festín estaba preparado.

Cosa extraña. La gordita comía mucho sí, pero moderadamente. No era una gorda de esas tragonas que se mete piezas enteras de carne, pollo, pescado o cerdo a la boca. No empinaba el codo hasta saciar una sed bestial. No heredó las viejas costumbres de su familia que, según los parientes malquerientes, era de una refinada tradición de ogros.

Por lo tanto, la tía Rosaura era una ogresa, uno de esos seres que Perrault trató personalmente, huyendo veloz porque alguna de esas monstruas se enamoró locamente del autor y dijo que se lo comería vivo. Supuso Perrault, mucho después, que la mujer hablaba en sentido figurado, pero no se quedó para comprobarlo. De ahí venía el apetito de la tía Rosaura. Nuestro detective quería mucho a su tía pues siempre se acordaba de él. Le traía envuelto en algún papelillo de China o de celofán, un bocadillo. Un brioche, una fruta, un apetitoso pastelito o unos dulces de esos poblanos que llaman jamoncillos.

Veía el protagonista de nuestro cuento perseguidor de gordos en pijama, cómo sus padres, sus tíos, sus primos y hermanos hacían señas tras la enorme tía de que no comiera eso. Al preguntarles porqué, ya cuando la tía se hubo retirado, le explicaron que probablemente esos bocadillos estaban hechos de carne humana porque eso hacen los ogros. Aficionar a los niños al canibalismo para después, una vez acostumbrados, ellos mismos sean los que lleven hasta el maldito ser sus víctimas. El niño que sería nuestro detective no quiso creer esas tonterías hasta que vio morir a la gordita.

Ese día, como todos los domingos, tía Rosaura se presentó. La zalema de los parientes malquerientes hizo la corte, la llevó (por su propio pie pues pesaba ella casi los 250 kilos) hasta la mesa. Ahí la mujer comenzó a comer de manera astrosa. Nunca la habían visto así. No solo engulló las raciones que le pusieron enfrente. También acabó con las de los parientes que tuvieron que salir a comprar pollos asados, chicharrones, carnitas, paella del velódromo de la Ciudad Deportiva. La gordita comió delirantemente, ofensivamente, desastrosamente. Es más, lo que nunca. Con la boca manchada de mole, las comisuras parodiando un Al Jolson al revés, la tía Rosaura lanzó el eructo más sonoro, fuerte e indecoroso que nadie viese, oyese u olfatease.

Ahí sí fue el colmo. Los malquerientes parientes le lanzaron invectivas delicuescentes que la volvieron el centro de la reunión. Ya no la llamaron “gordita”, “tiíta”, “Rosita”. A partir de ese momento fue la gorda, la sucia, la tragona, la necia lonjuda. No escatimaron epítetos a cual más feroz e insultante. La gorda se levantó, haciendo equilibrio con sus patitas como de panda briago y les hizo un ademán con el dedo corazón que mucho les dolió a todos.

El que será protagonista de nuestra historia, muchos años después, sintió pena por su tía a la que quiso siempre mucho, aunque igualmente no se explicaba su conducta. Se levantó la reunión. El jovencito que después se involucraría en el caso de los gordos en pijama, se atrevió a preguntar si el cariño demostrado a fuerzas hasta ese momento hacia la tía Rosaura, era porque iba a heredarles una enorme fortuna. Los parientes se echaron a reír. Qué fortuna ni que las lonjas de la gorda, dijo una de las tías, la más seca, flaca y hedionda. La gorda esta no tiene ni en donde caerse. Nosotros la recibimos por lástima, dijo otra tía algo menos delgada. Porque sabemos que nadie la querría por su desmadrado apetito, terció finalmente la última de las tías, la que sí parecía una escoba.

Así que la tía no tenía ni un centavo y los parientes malquerientes la malquerían por lástima. Uno de tantos misterios de las familias del pueblo. No se quedó con la duda el que será el pesquisidor de los gordos. Salió para dirigirse a la casa de la tía Rosaura. Un poco de consuelo no iba a caerle mal, se dijo. No supo lo que iba a encontrar.

Llegó, tocó el timbre. Nada. Después de muchos intentos, llamó con la mano. Nada. Eso sí era raro. ¿A dónde iría la tía? Se asomó por las ventanas y vio el televisor encendido. La sombra de la tía Rosaura se entreveía ahí mismo, sentada viendo una versión de la película mexicana del actor más gordo de nuestro país, Capulina. No entendía el gusto de la gordita por ese cómico más malo que la desdicha. Pero se sintió bien al verla viendo a otro de esos gordos famosos que muchas risas causaron. Se iba ya. No. Volvió a la ventana.

Algo raro tenía el corpachón de Rosaura. Algo que no podía explicarse. De repente lo notó. El cuerpo estaba sostenido por un caballete que hacía las veces de muletas. Entró por la ventana. Sí. Su tía, la hasta un momento adorada tía Rosaura, la mujer enorme que le dio un cariño enorme como ella, estaba muerta en el sillón frente a la televisión donde Gaspar Henaine cantaba canciones inspiradas en amores perdidos. Apuntalaba su cuerpo el atril, el caballete, el acomodo de madera que la sostuvo algo encorvada sobre la pantalla. Las lágrimas salieron de los ojos del futuro detective hasta que vio algo más. Un papelito en el suelo. Ahí, como quien no quiere la cosa, dejado sin tomarlo en cuenta.

El papelito tenía una letra además muy mala. Lo interesante era lo escrito.

“Creíste que podías hacerte la tonta, ¿verdad, gordita? Siempre cumplimos lo que prometemos. Estarás en el infierno junto a los golosos, gordita. Ahí te quedarás mientras Cerbero realiza el proceso manducatorio una y otra vez”.

Ahí vio por primera vez el nombre del clan, Gordos en pijama.

Al principio creyó que era una broma. Eso no solo lo acongojó, sino que separó un tremendo golpe de ira que lo hizo gritar desde lo más hondo de su corazón por la tía, por su muerte, por esos que se burlaban de su dolor con ese anónimo insolente. Después del conato, se sintió mejor. Ya no hizo tanto aspaviento, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y salió de la casa sin hacer más ruido que un ratoncillo. Juró vengarse eso sí. No supo en ese momento cómo hacerlo.

Pasada la época de los estudios preparatorianos, nuestro protagonista se decidió a estudiar criminología. Puso su mayor empeño, se preparó como Dios manda y cinco años después, a la tierna edad de 15 fue cadete del cuerpo de policía. Algo decepcionado porque los primeros años después del egreso, fueron para conducir el tráfico, levantar multas, detener uno que otro raterillo, vigilar el auto de algún político prominente que entraba al antro a las doce y media de la noche para salir vomitando y eructando a las cuatro de la mañana. Esa fue su hoja de servicio en esos principios anodinos de todos los oficios.

Cada año solicitaba su ascenso al grade de detective de hechos, a detective en drogas, en homicidios, en delitos mayores. No lo obtenía porque las plazas eran dadas de antemano o porque esos puestos correspondían a gente de la más baja estofa. Uno de esos políticos de los antros aconsejó que pusiera su agencia privada, pero él no quiso parecerse a esos sabuesos, cómicos unos trágicos otros, de las series de televisión o de películas de bajísimo presupuesto. No, él quería esclarecer el crimen de su tía.

Avivaba el rencor acudiendo cada año al cementerio. Ahí rezaba alguna plegaria, veía la lápida fijándola en su memoria y se iba. En ese recorrido por la fúnebre isla de la Muerte pasó otros cinco años. A los veinticinco, diez años después de egresado de la academia, le dieron el grado de sargento y entonces siguió el consejo del político y puso su agencia de detectives. Lo hizo en un despachito de uno de los edificios más destartalados del centro de la ciudad. Se puso a las pesquisas de inmediato. Al primero que vio fue al político.

¿Cómo supo de su implicación en el crimen? Nunca lo supo a ciencia cierta. Lo supo. Verlo en uno de sus mítines donde ponderaba sus excelencias era algo absurdo. Todos los políticos olvidaban ese encantador refrán que dice, Alabanza en boca propia es vituperio. Este gordito era el más vituperioso que pudiera esperarse. Loa tras loa, sus logros, su trabajo, sus proyectos iban y venían de la tarima al sol caliente de la plancha de concreto donde se realizaba la reunión. Era él. No cabía la menor duda. Cómo lo supo. Al principio dudaba. Después lo supo de cierto. La referencia del papelito, la de La divina comedia, fue la que le dio la idea de la seriedad del caso.

Dante llega con Virgilio al círculo número 3. Los golosos. En él, Cerbero, el perro de tres cabezas destroza a los condenados, los defeca en su forma humana para después volver a masticarlos, a tragarlos, a digerirlos y a cagarlos nuevamente. El político dio esa referencia y ahí tuvo la primera certeza. Lo siguiente fue aun más extraño porque el que siguió en ese tenor fue el secretario de cultura.

Después encontró al funcionario y después al periodista de sociales. El primero realizó un enorme espectáculo donde se representaban los círculos del infierno de Dante. Bailarines eran devorados por una enorme cabeza de perro, más bien tres cabezas, que aparecía desde el fondo del escenario. Los bailarines eran tragados como se indica más arriba mientras la música era atronadoramente ladrada por un conjunto de vocalistas que daba escalofríos escuchar sus desentonados aullidos o ladridos. El animal de cartón piedra expulsaba a los bailarines transformados en diablejos rojos, henchidos de fatalidad.

La otra pista fue la fiesta organizada por el periodista de sociales donde se recreaba el círculo 3. Ahí los participantes iban disfrazados de Dante o de Virgilio y aunque muchas chicas iban disfrazadas de Beatriz, hubo muchos que iban disfrazados de Cerbero. Todo lo vio el detective, todo lo analizó para llegar a la conclusión de que los tres gordos eran los asesinos, si no materiales, sí intelectuales del asesinato de la tía. Lo confirmó después de seguirlos durante muchos días viéndolos ir y venir por las calles asquerosas de borrachos, mendigos, carteristas y mujeres que vendían su cuerpo a veces por platita contante y sonante, a veces por una hermosa historia. La lunita panzona solapaba los paseos de los gordos.

Los vio dejar sus autos en batería, los vio tocar esas callecitas tan pequeñas que era impensable que cupieran los gordos en pijama. Los vio disimularse, entrar por esa rendija… pero al llegar él hasta ahí los perdía. Cada cuarto menguante la historia era repetida como en uno de esos bucles de tiempo de los que mucho escuchara en la charla con su tía Rosaura, la gordita descendiente de ogros. Los gordos en pijama, asesinos de ancianas indefensas, de niños quizá a los que secuestraban para servirlos aderezados de frutos secos en charolas de esas baratas de supermercado. Gordos en pijama decididos a destruir el orden de las cosas, perversos, afofados en su pestilente humanidad.

Vio nuestro héroe tres barrenderos, de esos que tiraban más basura que la recogida. Ellos cuidaban con esmero los autos de los gordos. Ellos caminaban tomados de las manos para deshacerse de lo ebúrneo o de lo azaroso. Olían a confabulación, a sicariez, a estupidez de las peores. ¿Tendrían que ver ellos con el asesinato de su tía hace ya unos años? Iba, iban, a saberlo.

Malditos gordos, ebanistas de camas en los que se refocilaban con doncellas incandescentes. Gordos del mundo, serán destruidos por el detective, el mejor que dio nunca esta cochinísima ciudad, este sucucho desleal, lobby del infierno, escalera del demonio, casucha inoperante del silencio. Todo eso pensaba nuestro héroe siguiéndolos, espiándolos, convirtiéndolos en su presa, esas presas más parecidas a focas o a hipopótamos.

Después encontró a los secuaces. Claro, no podía ser de otra forma. Los tres primeros eran líderes, conductores, guías. Los otros gordos que vio entrar por el mismo procedimiento de la rejilla eran borregos, seguidores, dispersos gordos que acudían al llamado del cencerro. Se propuso encontrar la entrada a ese submundo de obesidades retrucadas cuando se le ocurrió que, para entrar a una secta debía tener alguna similitud con los sectarios. Así lo hizo. Engordó.

Al principio eran porciones diminutas, delicadas, engulléndolas con temor porque veía las miradas reprobatorias en los comensales. Decidió no ir a restaurantes establecidos y se fue por los rumbos del mercado público tragando sopes, tacos, garnachas, bocoles, chilaquiles, frijoles, enormes cantidades de chicharrón o de chorizo, con huevo, solos, con pan o tortillas de esas recién salidas del comal, quemándole los dedos, desgurriendo la grasa por entre las junturas de los dedos. Tomando cerveza, sodas de esas que provocaron en su empavorecido estómago gases recurrentes que no podía disimular. Comió, comió, comió y cada vez que metía una porción más o menos vasta en la boca, recordaba a la tía Rosaura.

Eso enardecía aun más su rencor, la venganza del sobrino que amaba a la gordita a la que estos gordos mamúticos mataron. Se pesó muchas lunas después. Sí. Ahí estaba. La balanza indicaba la centena de kilos, más algunos distribuidos en panza, nalga y lonjas. Se vio en un espejo. Era un gordo sobresaliente. No era para nada un gordito de esos bonitos de las películas. Era Dom DeLuise en su actuación más risible. Era un gordo ya. Faltaba una cosa, claro. El pijama.

Vio nuevamente a los sectarios. Los únicos que llevaban pijama elegante, aparentemente de la más fina seda, eran los jerarcas. Los demás gordezuelos se ponían pijamas de felpa, de tela burda, de tusor quizá. ¿Cuál se pondría él? Una que no llamase la atención. Una que designase su carácter, pero no lo evidenciara. Encontró una en una barata de esos almacenes antiguos que aun persistían en su actividad mercantil. Se lo puso la noche en que resolvería el caso. Se vio en el espejo.

Sus dos vestuarios le fastidiaban. El físico que recubría de gordura su cuerpo y el del pijama que no se acostumbraba por esos lares. Solo los integrantes del clan la usaban, sintiéndose muy finos o muy sinvergüenzas. Salió así de su oficina, esa que utilizaba como despacho y habitación a la manera de esos detectives de las novelas de Raymond Chandler. Él más bien se parecía al actor Bob Hoskins en una cinta entre seres reales y dibujos animados. Vio al cielo. La luna en su cuarto menguante lo hirió. Era como una mujer loca mostrando su cuerpo a los videntes de ese intento de amazonia que era la ciudad.

El sobrino de Rosaura caminó hasta el sitio donde los gordos oficiaban. La luna fue cubierta por una nube. Mal presagio, se dijo. De todos modos, ya no podía echarse para atrás. Los vio llegar. Los líderes primero, los cofrades poco a poco. Entonces los siguió disimulándose al saludar a alguno, a otro, a aquellos, a estos. Lo encaminaban los gordos al lugar de la reunión. Ahí notó cómo entraban al templo. La rendija se expandía al acomodar los gordos su anatomía. La acomodaban en la breve puerta que, como por arte de magia, se abría. No hubo necesidad de decir, Ábrete sésamo o alguna otra alocución de esas mágicas o de cuentos de antaño. Así pasó nuestro héroe.

En el pasillo, largo, largo, que conducía a la sala mayor, cuadros de los gordos más famosos de la historia lo vieron pasar con miradas cetrinas. Casi como sabiendo su cometido en ese sitio. Ahí estaba Falstaff, Gargantúa, Pantagruel, Brendan Fraser, Zero Mostel, Orson Welles, la abuela desalmada de Eréndira, la Hipopótama, don Culambrón de Sineria, uno de los menos famosos pero que lo nombra don Quijote, Edgar Vivar, el desdichado Paco Stanley, Mycroft Holmes, Dale la ballena ese malvado gordo enemigo del detective Adrian Monk, el cubano Lezama Lima, los actores Peter Ustinov y Víctor Buono. Una galería inmensa que se desbordaba, así como viendo desde sus más ostentosas osamentas, pasar a los confrades a su reunión mensual.

Entraron todos al gran salón. Columnas artificiosas sostenían en el fondo una estatua quizá del más grande tragón de todos. Saturno. No ese flaco, personaje de ojos desorbitados y boca desdentada que mastica un ser humano mientras nos mira fijamente desde la oquedad del lienzo pintado por Goya. Esta escultura era de un enorme dios que tragaba entre sus mandíbulas patibularias un bebé. Alguno de sus hijos que después, gracias a la rebelión de Zeus, regresarían a la vida.

Ahí los vio. Estaban frente a la estatua, enormes, malevolentes, desdichados. Los tres jerarcas, a cuál más imponentemente empijamado, gordo, mofletudo, dirigían el oficio. Oraban. El murmullo de sus oraciones se incrustaba en los oídos de los otros que zalemaban, murmuraban, ofrecían sus manos abiertas hasta donde la deidad comía a sus hijos. Recitaban una oración que tuvo un airecillo demoniaco. Decían cosas como Por ti, padre Saturno, dador de la vida a través del condumio, de la fe a través de la mordida, de la imaginación a través del alimento. Y así, lento, lento, como una enorme figura, los gordos en pijama lanzaban oraciones de mayor o menor apostura.

De pronto, todo terminó. Así como se reunieron, rezaron, invocaron, dieron fe. Entonces vino lo que nunca pensó. Los gordos en pijama, todos, al unísono, se sentaron a comer. Cada uno llevaba una vianda de la que sacaron bocadillos de excesiva familiaridad. Sentaditos ahí sobre sus mantitas, en el suelo, ponderando la exquisitez de sus alimentos. Comenzaron a tragar de un modo feroz. Eran vikingos azotando espadas contra escudos, violentando la sensación del vino, porque el vino era cosa aparte, servido por unas gorditas delicadamente entutunadas, servían el vino con encono y zalamería. Los gordos hacían una pijamada, como niños proboscídicos, enormes, delirantes. El festín no incluía a los líderes. Ellos comían y bebían desde su altar, ante una mesa llena de comida, un banquete lezamiano que les daba no solo prestigio sino prestanza.

Al terminar la pijamada, los gordos sacaron un palillo del bolsillo del pijama, después, cuando todo acabó, recordaría nuestro héroe que los pijamas no tienen bolsillos, y comenzaron a escarbarse los dientes como si fuera una mina y los sedimentos de comida las piedras preciosas bien enterradas ahi. Vio que dejaban los palillos como un óbolo, un diezmo en una canasta puesta frente al altar precisamente para eso. El detective avanzó. Vio la ofrenda. Eran mondadientes, como les dicen en otros países. En la ciudad les dicen palillos. Usados. Vio con asco los restos de comida, restos infames en las puntas. Comida podrida que se adhería dejando segmentos de comidas, cenas, desayunos, cocteles, condumios. Qué ofrenda tan jodida, pensó el héroe de nuestro cuento. Vio a los gordos jerarcas recibirla con beneplácito.

Un monaguillo, un niño gordito igualmente, levantó la canasta vertiendo los palillos en un recipiente. ¿Para qué era? No para comerlo, seguramente. Algo siniestro había en el meollo de todo esto. Y ya entrado en el templo iba a descubrirlo. Claro. Algo se dio de mala manera, sin embargo. De repente, el político lo vio detenidamente.

¡Tú no eres del grupo!, gritó con maña. El funcionario y el periodista se volvieron. Lo vieron y comenzaron a gritar del mismo modo. Los otros, los sectarios, que ya se retiraban, volvieron y lo cercaron.

El detective no se dejó intimidar. Sacó un revólver del bolsillo de su pijama y amagó a los gordos. Los mantuvo a raya un instante. No contó con que alguno de ellos también llevaría un arma. Esta era un cuchillo. Un arma punzo cortante, le enseñaron que se decía en las clases de la academia. El gordo corrió hacia él para hundirle el arma en el cuello, el corazón, el costado. Empezó a sentir que la sangre salía abruptamente, a chorros, salpicaba incluso a los oficiantes que trataban de impedirlo. Los jefes alentaron al gordo aquel a que concluyera su obra. Lo hizo. Remató al detective con otro golpe, así decidido, fuerte.

Soltó el revólver nuestro héroe, cayó a los pies del altar ante la mirada fija de los líderes, el político, el funcionario, el periodista. Ante la sonrisa vuelta mordida de Saturno. ¿Porqué?, alcanzó a decir. Vio los ojos hundidos de los sectarios, ojos como los de los puercos, chiquitos, metidos entre la cara, apenas saliéndoles pestañas de entre los pliegues del rostro. Alguno dijo su nombre para agregar, ¡Es el sobrino de la ex hermana Rosaura!

Los jefes movieron la cabeza. Este engordó a fuerzas para entrar hasta aquí, dijo el funcionario. Si quería ser de los nuestros podía haberlo dicho, dijo el periodista. Su cometido era destruirnos, concluyó el político. No podemos dejarlo aquí, agregó. A una señal entraron otros gordos, esos eran los barrenderos del servicio público quienes levantaron el cuerpo, lo depositaron en uno de esos carritos donde se echa la basura recogida en las calles. Lo sacaron de ahí.

Casi amanecía cuando lo tiraron en las zanjas afuera de la ciudad. Nadie volvió a saber de él. Nadie supo de los gordos en pijama. Solo supo la sociedad que fue arrojado ahí en despoblado, vestido con un pijama barato. Llamó la atención su gordura porque siempre fue un hombre delgado. Cosas de la muerte, dijeron los que lo conocieron. Cosas de la edad, dijeron los que lo conocieron menos. Cosas de gordos, dijo uno que no lo conocía.

Por fin los encontró.

A pesar de sus amontonadas proporciones los perdía, se le evadían en la multitud. Apenas veía a uno de los tres, los oficiantes principales de ese clan siniestro, empecinadamente oculto, lo seguía. No lo hacía mucho tiempo. Se evadían a pesar de sus adiposos cuerpos. Sabía la profesión y las duplicidades de cada uno.

El primero, el jefe, era secretario de la cultura en el desastrado gobierno aquel. El otro era un político de malas enseñanzas y mañas como el que más. El tercero, el menos reconocido escribía en algunos diarios, algunos panfletos, algunas revistas especializadas en artes de sociales. Nunca se les vio a los tres juntos. Esa era la mejor de sus estrategias. Lo sabía. Convencer a la sociedad de su inexistencia, de su lejanía, de su sombra.

Cómo llegó a saber de ellos, cómo descubrió el plan siniestro, cómo se propuso, al no tener apoyo de la policía, la guardia nacional, el ejército, investigarlos y detenerlos. Nunca lo sabremos. Aun se retorcían esas preguntas en su mente. Quiso dejar un diario de actividades, un informe sobre gordos, dejárselo a algún amigo fiel que lo diese a la luz pública si algo le ocurría. Después desistió porque no tenía amigos de ese calibre.

Y si los grupos militares no lo apoyaban, él mismo tendría que solucionarlo. Cómo. Eso era lo más difícil. En un principio no hizo caso, así como no hizo caso el conglomerado social. Para todos eran unos inefables gorditos que realizaban sus actividades como cualquier político, funcionario, periodista.

Él se dio cuenta de que eso no era normal. Además, fue de la manera más extraña y simple que pudiera darse. Se dio cuenta que los tres, en determinados días a determinadas horas salían en autos que no eran los suyos cobijados por la noche para dirigirse al mismo lugar. Lo curioso no era lo anterior. Lo curioso es que iban en pijama. Unos enormes, amplios pijamas que sostenían con algún cordón barato similar a los que ornaban las cortinas o telones de algunos puntos determinados de sus casas o teatros.

Ahí avanzaban los tres. Al darse cuenta, él puso en marcha sus excepcionales dotes detectivescas. Vio que estacionaban los autos en batería, es decir sesgados, paralelos, uno junto al otro. De ahí descendían sin saludarse o verse, sin establecer contacto y entraban en ese lugar del que no se distinguía entrada alguna. Al querer localizarla encontraba la pared lisa, sin puertas, sin ventanas.

¿Por dónde entraban entonces estos gordos? Buscó rendijas hasta darse cuenta de que era imposible que avanzasen por ahí porque sus cuerpos no eran varitas de nardo. Los gordos entraban en aquel sitio para… Ese era el misterio. Pero no. Ahí demostraba su poca experiencia en los andares detectivescos. Al principio, creía que eran solo tres los gordos integrantes de la cofradía siniestra, la de los gordos en pijama. Después se dio cuenta que, a medida que la noche entraba, más gordos vestidos en pijama algo más elegantes o no, llegaban, estacionaban sus autos en la misma acera, en batería igualmente, para entrar en el disimulado templo. Ahora bien, no era ni todas las noches ni todos los días.

Notó que las reuniones eran casi cada mes, es decir cuando la luna entraba en cuarto menguante luciendo una hermosa panza. Muchos decían que el satélite se había embarazado y otros que era gordura veraz porque la luna engordaba cada mes porque era hombre. Rio de la idea. Si la luna era varón todos aquellos que le cantaron de manera pertinaz, poetas y cancioneros, eran maricas. El luno. Hasta el nombre parecía muy tonto.

El caso es que por ese tiempo nadie querría dedicarse a soliviantar a nadie que pareciese emisario de la luna, arqueros de Diana, corredores de sus tropelías o capellán de sus martirios. Los gordos se reunían porque la luna indicaba una protuberancia que denotaba la buena comida, la buena bebida, el sibaritismo. Obviamente, decía la queridísima amiga Hilda, Los cuerpos no mienten. Así era. Los tres mandamases de la secta eran tres depositarios del hartazgo, de la glotonería.

Se los veía, por separado, gozando en restaurantes, fiestas, saraos, tertulias, cocinas o tabernas de los más deliciosos manjares, de los platillos más elaborados, de los postres más empalagosos o de las bebidas de mayor escala en el gusto de lo etílico o de la henchida forma del café. Eran la envidia de todos porque pocos podían darse esos lujos. El caso es que ¿de dónde sacaba el periodista el emolumento para departir como los otros? El funcionario y el político eran ricos, como lo son todos los funcionarios y políticos del mundo. El periodista no. A pesar de que se cree que ganan mucho dinero por sus notas o por sus componendas, este siempre andaba a la quinta pregunta.

No había manera de relacionarlos.

El caso es que cuando la luna ofrecía su pancita retacada de estrellas o de cometas, los gordos en pijama salían de sus casas para reunirse en algún lugar apartado, recóndito, disimulado por las viejas calles del centro. Así era. Razones para el odio eran dos, principalmente. Una, la aborrecible actitud del político iniciando zalemas, disyuntivas o propuestas que nadie pedía solo para fortalecer su ego. La otra razón era más personal.

El reconcomio contra quienes pesaban más de 100 kilos fue una tarde en que vio morir a la querida tía Rosaura. La gentil mujer, como algún personaje de García Márquez, embalaba, trasegaba, engullía toneladas de manjares, de bebidas, de postres o licores que dejaban atónitos a los parientes durante la comida de los domingos. Nunca dijo si se había pesado. Suponían que sí porque de cuando en cuando hablaba de sus visitas al doctor familiar. Calculaban las mellizas Durero el peso de su amable tía en 250 kilos. O más, intervenía la madre del pesquisidor de este texto. Mucho más, decía el tío Casildo. La parentela reunida en la comida de los domingos después de misa, y antes que llegara la tía Rosaura, apostaban entre 250 kilos y media tonelada.

A nuestro personaje le parecía exagerado el cálculo. No decía nada porque los niños, en aquellos tiempos de buena educación y modales certeros, no opinaban, pero eran exageraciones de sus malquerientes parientes. Cuando llegaba la gordita todos la mimaban, le ponían cojines en espalda y nalgas para que se sintiera cómoda, le daban la primera bebida refrescante que la mujer tomaba rápido por el calor excesivo. Después iban pasando por ella charolas repletas de bocadillos a cuál más delicioso.

La plática se bifurcaba por muchos lados, haciendo a veces sinuosas carreteras por donde el primer argumento se deslizaba por otros caminos. La tía Rosaura acomodaba frases, dichos, anécdotas porque, además, era una conversadora amena, de muchas historias, a cual más interesante. Era en ese momento, al languidecer la charla, cuando la anfitriona llamaba a comer. Entonces se repetían las zalemas y apapachos a la mujer casi llevándola en andas al comedor, al jardín o a la estancia donde el festín estaba preparado.

Cosa extraña. La gordita comía mucho sí, pero moderadamente. No era una gorda de esas tragonas que se mete piezas enteras de carne, pollo, pescado o cerdo a la boca. No empinaba el codo hasta saciar una sed bestial. No heredó las viejas costumbres de su familia que, según los parientes malquerientes, era de una refinada tradición de ogros.

Por lo tanto, la tía Rosaura era una ogresa, uno de esos seres que Perrault trató personalmente, huyendo veloz porque alguna de esas monstruas se enamoró locamente del autor y dijo que se lo comería vivo. Supuso Perrault, mucho después, que la mujer hablaba en sentido figurado, pero no se quedó para comprobarlo. De ahí venía el apetito de la tía Rosaura. Nuestro detective quería mucho a su tía pues siempre se acordaba de él. Le traía envuelto en algún papelillo de China o de celofán, un bocadillo. Un brioche, una fruta, un apetitoso pastelito o unos dulces de esos poblanos que llaman jamoncillos.

Veía el protagonista de nuestro cuento perseguidor de gordos en pijama, cómo sus padres, sus tíos, sus primos y hermanos hacían señas tras la enorme tía de que no comiera eso. Al preguntarles porqué, ya cuando la tía se hubo retirado, le explicaron que probablemente esos bocadillos estaban hechos de carne humana porque eso hacen los ogros. Aficionar a los niños al canibalismo para después, una vez acostumbrados, ellos mismos sean los que lleven hasta el maldito ser sus víctimas. El niño que sería nuestro detective no quiso creer esas tonterías hasta que vio morir a la gordita.

Ese día, como todos los domingos, tía Rosaura se presentó. La zalema de los parientes malquerientes hizo la corte, la llevó (por su propio pie pues pesaba ella casi los 250 kilos) hasta la mesa. Ahí la mujer comenzó a comer de manera astrosa. Nunca la habían visto así. No solo engulló las raciones que le pusieron enfrente. También acabó con las de los parientes que tuvieron que salir a comprar pollos asados, chicharrones, carnitas, paella del velódromo de la Ciudad Deportiva. La gordita comió delirantemente, ofensivamente, desastrosamente. Es más, lo que nunca. Con la boca manchada de mole, las comisuras parodiando un Al Jolson al revés, la tía Rosaura lanzó el eructo más sonoro, fuerte e indecoroso que nadie viese, oyese u olfatease.

Ahí sí fue el colmo. Los malquerientes parientes le lanzaron invectivas delicuescentes que la volvieron el centro de la reunión. Ya no la llamaron “gordita”, “tiíta”, “Rosita”. A partir de ese momento fue la gorda, la sucia, la tragona, la necia lonjuda. No escatimaron epítetos a cual más feroz e insultante. La gorda se levantó, haciendo equilibrio con sus patitas como de panda briago y les hizo un ademán con el dedo corazón que mucho les dolió a todos.

El que será protagonista de nuestra historia, muchos años después, sintió pena por su tía a la que quiso siempre mucho, aunque igualmente no se explicaba su conducta. Se levantó la reunión. El jovencito que después se involucraría en el caso de los gordos en pijama, se atrevió a preguntar si el cariño demostrado a fuerzas hasta ese momento hacia la tía Rosaura, era porque iba a heredarles una enorme fortuna. Los parientes se echaron a reír. Qué fortuna ni que las lonjas de la gorda, dijo una de las tías, la más seca, flaca y hedionda. La gorda esta no tiene ni en donde caerse. Nosotros la recibimos por lástima, dijo otra tía algo menos delgada. Porque sabemos que nadie la querría por su desmadrado apetito, terció finalmente la última de las tías, la que sí parecía una escoba.

Así que la tía no tenía ni un centavo y los parientes malquerientes la malquerían por lástima. Uno de tantos misterios de las familias del pueblo. No se quedó con la duda el que será el pesquisidor de los gordos. Salió para dirigirse a la casa de la tía Rosaura. Un poco de consuelo no iba a caerle mal, se dijo. No supo lo que iba a encontrar.

Llegó, tocó el timbre. Nada. Después de muchos intentos, llamó con la mano. Nada. Eso sí era raro. ¿A dónde iría la tía? Se asomó por las ventanas y vio el televisor encendido. La sombra de la tía Rosaura se entreveía ahí mismo, sentada viendo una versión de la película mexicana del actor más gordo de nuestro país, Capulina. No entendía el gusto de la gordita por ese cómico más malo que la desdicha. Pero se sintió bien al verla viendo a otro de esos gordos famosos que muchas risas causaron. Se iba ya. No. Volvió a la ventana.

Algo raro tenía el corpachón de Rosaura. Algo que no podía explicarse. De repente lo notó. El cuerpo estaba sostenido por un caballete que hacía las veces de muletas. Entró por la ventana. Sí. Su tía, la hasta un momento adorada tía Rosaura, la mujer enorme que le dio un cariño enorme como ella, estaba muerta en el sillón frente a la televisión donde Gaspar Henaine cantaba canciones inspiradas en amores perdidos. Apuntalaba su cuerpo el atril, el caballete, el acomodo de madera que la sostuvo algo encorvada sobre la pantalla. Las lágrimas salieron de los ojos del futuro detective hasta que vio algo más. Un papelito en el suelo. Ahí, como quien no quiere la cosa, dejado sin tomarlo en cuenta.

El papelito tenía una letra además muy mala. Lo interesante era lo escrito.

“Creíste que podías hacerte la tonta, ¿verdad, gordita? Siempre cumplimos lo que prometemos. Estarás en el infierno junto a los golosos, gordita. Ahí te quedarás mientras Cerbero realiza el proceso manducatorio una y otra vez”.

Ahí vio por primera vez el nombre del clan, Gordos en pijama.

Al principio creyó que era una broma. Eso no solo lo acongojó, sino que separó un tremendo golpe de ira que lo hizo gritar desde lo más hondo de su corazón por la tía, por su muerte, por esos que se burlaban de su dolor con ese anónimo insolente. Después del conato, se sintió mejor. Ya no hizo tanto aspaviento, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y salió de la casa sin hacer más ruido que un ratoncillo. Juró vengarse eso sí. No supo en ese momento cómo hacerlo.

Pasada la época de los estudios preparatorianos, nuestro protagonista se decidió a estudiar criminología. Puso su mayor empeño, se preparó como Dios manda y cinco años después, a la tierna edad de 15 fue cadete del cuerpo de policía. Algo decepcionado porque los primeros años después del egreso, fueron para conducir el tráfico, levantar multas, detener uno que otro raterillo, vigilar el auto de algún político prominente que entraba al antro a las doce y media de la noche para salir vomitando y eructando a las cuatro de la mañana. Esa fue su hoja de servicio en esos principios anodinos de todos los oficios.

Cada año solicitaba su ascenso al grade de detective de hechos, a detective en drogas, en homicidios, en delitos mayores. No lo obtenía porque las plazas eran dadas de antemano o porque esos puestos correspondían a gente de la más baja estofa. Uno de esos políticos de los antros aconsejó que pusiera su agencia privada, pero él no quiso parecerse a esos sabuesos, cómicos unos trágicos otros, de las series de televisión o de películas de bajísimo presupuesto. No, él quería esclarecer el crimen de su tía.

Avivaba el rencor acudiendo cada año al cementerio. Ahí rezaba alguna plegaria, veía la lápida fijándola en su memoria y se iba. En ese recorrido por la fúnebre isla de la Muerte pasó otros cinco años. A los veinticinco, diez años después de egresado de la academia, le dieron el grado de sargento y entonces siguió el consejo del político y puso su agencia de detectives. Lo hizo en un despachito de uno de los edificios más destartalados del centro de la ciudad. Se puso a las pesquisas de inmediato. Al primero que vio fue al político.

¿Cómo supo de su implicación en el crimen? Nunca lo supo a ciencia cierta. Lo supo. Verlo en uno de sus mítines donde ponderaba sus excelencias era algo absurdo. Todos los políticos olvidaban ese encantador refrán que dice, Alabanza en boca propia es vituperio. Este gordito era el más vituperioso que pudiera esperarse. Loa tras loa, sus logros, su trabajo, sus proyectos iban y venían de la tarima al sol caliente de la plancha de concreto donde se realizaba la reunión. Era él. No cabía la menor duda. Cómo lo supo. Al principio dudaba. Después lo supo de cierto. La referencia del papelito, la de La divina comedia, fue la que le dio la idea de la seriedad del caso.

Dante llega con Virgilio al círculo número 3. Los golosos. En él, Cerbero, el perro de tres cabezas destroza a los condenados, los defeca en su forma humana para después volver a masticarlos, a tragarlos, a digerirlos y a cagarlos nuevamente. El político dio esa referencia y ahí tuvo la primera certeza. Lo siguiente fue aun más extraño porque el que siguió en ese tenor fue el secretario de cultura.

Después encontró al funcionario y después al periodista de sociales. El primero realizó un enorme espectáculo donde se representaban los círculos del infierno de Dante. Bailarines eran devorados por una enorme cabeza de perro, más bien tres cabezas, que aparecía desde el fondo del escenario. Los bailarines eran tragados como se indica más arriba mientras la música era atronadoramente ladrada por un conjunto de vocalistas que daba escalofríos escuchar sus desentonados aullidos o ladridos. El animal de cartón piedra expulsaba a los bailarines transformados en diablejos rojos, henchidos de fatalidad.

La otra pista fue la fiesta organizada por el periodista de sociales donde se recreaba el círculo 3. Ahí los participantes iban disfrazados de Dante o de Virgilio y aunque muchas chicas iban disfrazadas de Beatriz, hubo muchos que iban disfrazados de Cerbero. Todo lo vio el detective, todo lo analizó para llegar a la conclusión de que los tres gordos eran los asesinos, si no materiales, sí intelectuales del asesinato de la tía. Lo confirmó después de seguirlos durante muchos días viéndolos ir y venir por las calles asquerosas de borrachos, mendigos, carteristas y mujeres que vendían su cuerpo a veces por platita contante y sonante, a veces por una hermosa historia. La lunita panzona solapaba los paseos de los gordos.

Los vio dejar sus autos en batería, los vio tocar esas callecitas tan pequeñas que era impensable que cupieran los gordos en pijama. Los vio disimularse, entrar por esa rendija… pero al llegar él hasta ahí los perdía. Cada cuarto menguante la historia era repetida como en uno de esos bucles de tiempo de los que mucho escuchara en la charla con su tía Rosaura, la gordita descendiente de ogros. Los gordos en pijama, asesinos de ancianas indefensas, de niños quizá a los que secuestraban para servirlos aderezados de frutos secos en charolas de esas baratas de supermercado. Gordos en pijama decididos a destruir el orden de las cosas, perversos, afofados en su pestilente humanidad.

Vio nuestro héroe tres barrenderos, de esos que tiraban más basura que la recogida. Ellos cuidaban con esmero los autos de los gordos. Ellos caminaban tomados de las manos para deshacerse de lo ebúrneo o de lo azaroso. Olían a confabulación, a sicariez, a estupidez de las peores. ¿Tendrían que ver ellos con el asesinato de su tía hace ya unos años? Iba, iban, a saberlo.

Malditos gordos, ebanistas de camas en los que se refocilaban con doncellas incandescentes. Gordos del mundo, serán destruidos por el detective, el mejor que dio nunca esta cochinísima ciudad, este sucucho desleal, lobby del infierno, escalera del demonio, casucha inoperante del silencio. Todo eso pensaba nuestro héroe siguiéndolos, espiándolos, convirtiéndolos en su presa, esas presas más parecidas a focas o a hipopótamos.

Después encontró a los secuaces. Claro, no podía ser de otra forma. Los tres primeros eran líderes, conductores, guías. Los otros gordos que vio entrar por el mismo procedimiento de la rejilla eran borregos, seguidores, dispersos gordos que acudían al llamado del cencerro. Se propuso encontrar la entrada a ese submundo de obesidades retrucadas cuando se le ocurrió que, para entrar a una secta debía tener alguna similitud con los sectarios. Así lo hizo. Engordó.

Al principio eran porciones diminutas, delicadas, engulléndolas con temor porque veía las miradas reprobatorias en los comensales. Decidió no ir a restaurantes establecidos y se fue por los rumbos del mercado público tragando sopes, tacos, garnachas, bocoles, chilaquiles, frijoles, enormes cantidades de chicharrón o de chorizo, con huevo, solos, con pan o tortillas de esas recién salidas del comal, quemándole los dedos, desgurriendo la grasa por entre las junturas de los dedos. Tomando cerveza, sodas de esas que provocaron en su empavorecido estómago gases recurrentes que no podía disimular. Comió, comió, comió y cada vez que metía una porción más o menos vasta en la boca, recordaba a la tía Rosaura.

Eso enardecía aun más su rencor, la venganza del sobrino que amaba a la gordita a la que estos gordos mamúticos mataron. Se pesó muchas lunas después. Sí. Ahí estaba. La balanza indicaba la centena de kilos, más algunos distribuidos en panza, nalga y lonjas. Se vio en un espejo. Era un gordo sobresaliente. No era para nada un gordito de esos bonitos de las películas. Era Dom DeLuise en su actuación más risible. Era un gordo ya. Faltaba una cosa, claro. El pijama.

Vio nuevamente a los sectarios. Los únicos que llevaban pijama elegante, aparentemente de la más fina seda, eran los jerarcas. Los demás gordezuelos se ponían pijamas de felpa, de tela burda, de tusor quizá. ¿Cuál se pondría él? Una que no llamase la atención. Una que designase su carácter, pero no lo evidenciara. Encontró una en una barata de esos almacenes antiguos que aun persistían en su actividad mercantil. Se lo puso la noche en que resolvería el caso. Se vio en el espejo.

Sus dos vestuarios le fastidiaban. El físico que recubría de gordura su cuerpo y el del pijama que no se acostumbraba por esos lares. Solo los integrantes del clan la usaban, sintiéndose muy finos o muy sinvergüenzas. Salió así de su oficina, esa que utilizaba como despacho y habitación a la manera de esos detectives de las novelas de Raymond Chandler. Él más bien se parecía al actor Bob Hoskins en una cinta entre seres reales y dibujos animados. Vio al cielo. La luna en su cuarto menguante lo hirió. Era como una mujer loca mostrando su cuerpo a los videntes de ese intento de amazonia que era la ciudad.

El sobrino de Rosaura caminó hasta el sitio donde los gordos oficiaban. La luna fue cubierta por una nube. Mal presagio, se dijo. De todos modos, ya no podía echarse para atrás. Los vio llegar. Los líderes primero, los cofrades poco a poco. Entonces los siguió disimulándose al saludar a alguno, a otro, a aquellos, a estos. Lo encaminaban los gordos al lugar de la reunión. Ahí notó cómo entraban al templo. La rendija se expandía al acomodar los gordos su anatomía. La acomodaban en la breve puerta que, como por arte de magia, se abría. No hubo necesidad de decir, Ábrete sésamo o alguna otra alocución de esas mágicas o de cuentos de antaño. Así pasó nuestro héroe.

En el pasillo, largo, largo, que conducía a la sala mayor, cuadros de los gordos más famosos de la historia lo vieron pasar con miradas cetrinas. Casi como sabiendo su cometido en ese sitio. Ahí estaba Falstaff, Gargantúa, Pantagruel, Brendan Fraser, Zero Mostel, Orson Welles, la abuela desalmada de Eréndira, la Hipopótama, don Culambrón de Sineria, uno de los menos famosos pero que lo nombra don Quijote, Edgar Vivar, el desdichado Paco Stanley, Mycroft Holmes, Dale la ballena ese malvado gordo enemigo del detective Adrian Monk, el cubano Lezama Lima, los actores Peter Ustinov y Víctor Buono. Una galería inmensa que se desbordaba, así como viendo desde sus más ostentosas osamentas, pasar a los confrades a su reunión mensual.

Entraron todos al gran salón. Columnas artificiosas sostenían en el fondo una estatua quizá del más grande tragón de todos. Saturno. No ese flaco, personaje de ojos desorbitados y boca desdentada que mastica un ser humano mientras nos mira fijamente desde la oquedad del lienzo pintado por Goya. Esta escultura era de un enorme dios que tragaba entre sus mandíbulas patibularias un bebé. Alguno de sus hijos que después, gracias a la rebelión de Zeus, regresarían a la vida.

Ahí los vio. Estaban frente a la estatua, enormes, malevolentes, desdichados. Los tres jerarcas, a cuál más imponentemente empijamado, gordo, mofletudo, dirigían el oficio. Oraban. El murmullo de sus oraciones se incrustaba en los oídos de los otros que zalemaban, murmuraban, ofrecían sus manos abiertas hasta donde la deidad comía a sus hijos. Recitaban una oración que tuvo un airecillo demoniaco. Decían cosas como Por ti, padre Saturno, dador de la vida a través del condumio, de la fe a través de la mordida, de la imaginación a través del alimento. Y así, lento, lento, como una enorme figura, los gordos en pijama lanzaban oraciones de mayor o menor apostura.

De pronto, todo terminó. Así como se reunieron, rezaron, invocaron, dieron fe. Entonces vino lo que nunca pensó. Los gordos en pijama, todos, al unísono, se sentaron a comer. Cada uno llevaba una vianda de la que sacaron bocadillos de excesiva familiaridad. Sentaditos ahí sobre sus mantitas, en el suelo, ponderando la exquisitez de sus alimentos. Comenzaron a tragar de un modo feroz. Eran vikingos azotando espadas contra escudos, violentando la sensación del vino, porque el vino era cosa aparte, servido por unas gorditas delicadamente entutunadas, servían el vino con encono y zalamería. Los gordos hacían una pijamada, como niños proboscídicos, enormes, delirantes. El festín no incluía a los líderes. Ellos comían y bebían desde su altar, ante una mesa llena de comida, un banquete lezamiano que les daba no solo prestigio sino prestanza.

Al terminar la pijamada, los gordos sacaron un palillo del bolsillo del pijama, después, cuando todo acabó, recordaría nuestro héroe que los pijamas no tienen bolsillos, y comenzaron a escarbarse los dientes como si fuera una mina y los sedimentos de comida las piedras preciosas bien enterradas ahi. Vio que dejaban los palillos como un óbolo, un diezmo en una canasta puesta frente al altar precisamente para eso. El detective avanzó. Vio la ofrenda. Eran mondadientes, como les dicen en otros países. En la ciudad les dicen palillos. Usados. Vio con asco los restos de comida, restos infames en las puntas. Comida podrida que se adhería dejando segmentos de comidas, cenas, desayunos, cocteles, condumios. Qué ofrenda tan jodida, pensó el héroe de nuestro cuento. Vio a los gordos jerarcas recibirla con beneplácito.

Un monaguillo, un niño gordito igualmente, levantó la canasta vertiendo los palillos en un recipiente. ¿Para qué era? No para comerlo, seguramente. Algo siniestro había en el meollo de todo esto. Y ya entrado en el templo iba a descubrirlo. Claro. Algo se dio de mala manera, sin embargo. De repente, el político lo vio detenidamente.

¡Tú no eres del grupo!, gritó con maña. El funcionario y el periodista se volvieron. Lo vieron y comenzaron a gritar del mismo modo. Los otros, los sectarios, que ya se retiraban, volvieron y lo cercaron.

El detective no se dejó intimidar. Sacó un revólver del bolsillo de su pijama y amagó a los gordos. Los mantuvo a raya un instante. No contó con que alguno de ellos también llevaría un arma. Esta era un cuchillo. Un arma punzo cortante, le enseñaron que se decía en las clases de la academia. El gordo corrió hacia él para hundirle el arma en el cuello, el corazón, el costado. Empezó a sentir que la sangre salía abruptamente, a chorros, salpicaba incluso a los oficiantes que trataban de impedirlo. Los jefes alentaron al gordo aquel a que concluyera su obra. Lo hizo. Remató al detective con otro golpe, así decidido, fuerte.

Soltó el revólver nuestro héroe, cayó a los pies del altar ante la mirada fija de los líderes, el político, el funcionario, el periodista. Ante la sonrisa vuelta mordida de Saturno. ¿Porqué?, alcanzó a decir. Vio los ojos hundidos de los sectarios, ojos como los de los puercos, chiquitos, metidos entre la cara, apenas saliéndoles pestañas de entre los pliegues del rostro. Alguno dijo su nombre para agregar, ¡Es el sobrino de la ex hermana Rosaura!

Los jefes movieron la cabeza. Este engordó a fuerzas para entrar hasta aquí, dijo el funcionario. Si quería ser de los nuestros podía haberlo dicho, dijo el periodista. Su cometido era destruirnos, concluyó el político. No podemos dejarlo aquí, agregó. A una señal entraron otros gordos, esos eran los barrenderos del servicio público quienes levantaron el cuerpo, lo depositaron en uno de esos carritos donde se echa la basura recogida en las calles. Lo sacaron de ahí.

Casi amanecía cuando lo tiraron en las zanjas afuera de la ciudad. Nadie volvió a saber de él. Nadie supo de los gordos en pijama. Solo supo la sociedad que fue arrojado ahí en despoblado, vestido con un pijama barato. Llamó la atención su gordura porque siempre fue un hombre delgado. Cosas de la muerte, dijeron los que lo conocieron. Cosas de la edad, dijeron los que lo conocieron menos. Cosas de gordos, dijo uno que no lo conocía.