/ viernes 25 de febrero de 2022

El jinete del más allá en Huimanguillo

La visita de aquel tenebroso ser marcó las últimas horas de vida de Juan, cuyos familiares nada pudieron hacer para salvarlo de su destino fatal

Corría el año de 1950 y la cabecera municipal de Huimanguillo parecía más una comunidad rural que una ciudad; sus caminos eran brechas pedregosas, la luz eléctrica era privilegio de unas cuantas casas; las carretas eran jaladas por mulas y los hombres en sus caballos desde las primeras horas del día andaban en los caminos que dividían la espesa vegetación; los árboles crecían a sus anchas y apenas dejaban ver la existencia de algunas casas, todo lo demás era pasto que servía de alimento a las vacas.

Lee más: El camino de la Canilla

Los pobladores batallaban con coralillos y nauyacas que se adentraban en sus casas en busca de frescor, pues el calor en esta zona siempre ha sido abrumador; las viviendas eran de paredes de setos y el techo con tejas de barro, sólo algunas viviendas que pertenecían a personas con mayor solvencia económica tenían paredes de ladrillo. Es en una de estas casas donde sucedió el hecho macabro que aquí relato.

La casa en mención se ubicaba en la calle que hoy se le conoce como Lerdo de Tejada; en ella vivía una familia formada por el padre, la madre y cinco hijos; Juan, que era el mayor de los vástagos se dedicaba entre otros oficios a la confección de pantalones, fue él justamente el desdichado protagonista del horroroso evento.

Un viernes de diciembre, antes de las fiestas navideñas, Juan estaba trabajando en la máquina de coser que su madre le había regalado. Su espacio de trabajo estaba a un costado de la puerta principal desde donde podía ver a los pocos transeúntes pasar, quizá el sofocante calor mantenía a los habitantes en sus casas.

Foto: Cortesía | Pixabay

De la nada apareció en la puerta de la casa un hombre montado en un caballo; no se escuchó el trote de la bestia, era como si hubiera volado o aparecido por arte de magia. Juan sintió un gran escalofrío que en milésimas de segundos invadió todo su cuerpo; los perros comenzaron a ladrar desenfrenadamente hasta el punto de reventar las correas que los sujetaban; enloquecidos, le daban vueltas a la casa, pero no se atrevieron a acercarse al caballo.

Todo pasó muy rápido:

-¡Quihubo! - le dijo el jinete, Juan contesta de la misma manera y sin más preámbulo el hombre de a caballo soltó palabras que enmudecieron al pobre Juan

- ¡ Mañana te vas a morir! -Y rápidamente espoleó su caballo y salió a galope.

¿Por qué me dices eso?, ¿Quién eres? - Le alcanzó a gritar Juan, pero el jinete ya no se detuvo.

Las palabras cayeron como un balde de agua helada sobre la humanidad del desdichado sastre, que quedó petrificado frente a la máquina de coser, con el rostro pálido y con el corazón a punto de salírsele; por unos instante sintió que las piernas no soportarían su peso si intentaba levantarse. Exhaló una bocanada de aire que buena falta le hacía y reaccionó, pero cuando se asomó a la puerta sólo pudo ver la polvareda que levantaba el galope del caballo que iba con rumbo a una de las salidas del pueblo.

Foto: Cortesía | Pixabay

Repuesto un poco del susto, aunque todavía con el semblante blanquecino como la cera, se armó de valor y como si una fuerza invisible lo jalará, empezó a andar, se sentía desorientado y sin darse cuenta llegó a la cantina de don Eduardo Arteaga, que estaba ubicada en esa misma calle. Al llegar a la cantina entró de forma apresurada y sin saludar a los amigos, como lo hacía comúnmente; se acercó a la barra, y atrás de ella, como siempre, estaba don Eduardo, que al verlo llegar le dijo sorprendido:

-¡ Que andas haciendo tan temprano por acá! Parece que andas apresurado, te ves muy agitado como si hubieses visto al diablo.

Juan aún con la voz entrecortada por la falta de aire y exhibiendo un cansancio que no era común en él, le contesta con una pregunta:

-¿Ha entrado alguien en los últimos diez minutos?

-No, nadie- le dice Don Eduardo.

Juan se da la media vuelta y les pregunta a los parroquianos que ahí se encontraban:

- ¿Alguno de ustedes ha visto pasar o ha escuchado el galope de un caballo?

Foto: Cortesía | Freepik

Se cruzaron las miradas entre los presentes, entonces uno de ellos contesto.

-Hace ya buen rato que por aquí no pasa nadie- y siguieron en su menester.

-¿Qué te pasa muchacho, porque tanto misterio?- le dice don Eduardo, que estaba atento

a todas las pláticas.

-Estaba costurando y pasó un hombre en su caballo diciendo que me moriría mañana, y por eso vengo buscándolo.

- i Hay muchacho! ¿No será que ya te espantaron? -dijo, al tiempo que se santiguaba- Pero si quieres cerciorarte, sal y revisa los caballos que están amarrados.

Así lo hizo el pobre Juan, pero ningún caballo tenía señales de cansancio, y menos se parecían al que había visto ese viernes a mediodía montado por el misterioso hombre, así que siguió el camino hasta internarse en el espeso monte; infructífera fue su búsqueda, ya no vio nada más, sólo escuchó al viento que se entretejía con la maleza haciendo extraños sonidos, y más se atemorizó.

Sin dar con el singular jinete volvió a su casa y encontró a su familia, vecinos y curiosos que se amotinaban el quicio de la puerta pues ya estaban alarmados por la extraña visita que había tenido y de su súbita salida para ir tras el misterioso personaje:

-Pero ¿qué vistes Juan?

-¿Qué fue lo que pasó?

José Gómez | El Heraldo de Tabasco

-¿Qué te dijo?

Eran las preguntas que todos le hacían,, así que decidió contarles todo lo sucedido:

- Lo que vi fue un hombre que portaba un sombrero grande y negro, de ala ancha, un traje de charro también de color negro con botonadura de plata, de igual manera unas espuelas plateadas sumamente brillantes; el caballo era de buen tamaño y porte, le brillaba el pelaje, jamás he visto uno parecido - remató diciendo. No le alcancé a ver plenamente el rostro por la sombra que hacía el sombrero, sólo se detuvo en la puerta y con una voz misteriosa y gruesa me dijo: “mañana te vas a morir”.

El miedo los invadió, no sólo al escuchar la descripción del jinete, sino también al conocer la terrible sentencia. Nadie se atrevió a interrumpirlo.

- Debo confesar que sentí mucho miedo al ver los ojos del caballo, era como si dentro de ellos hubiera un tizón encendido.

Las miradas de angustia de los presentes pronto se empezaron a intercambiar entre ellos, y las señoras con voz muy quedita murmuraban con miedo, pues ya se imaginaban de quien se trataba; así lo percibió doña María, que junto con doña Gertrudis y doña Julia llegaron a la conclusión de que lo que había visto el pobre muchacho ese mal día había sido al mismísimo Lucifer; por eso lo observaban con tristeza, con piedad y a la vez con mucho miedo. Una de las mujeres empezó a gritar que ese ser se lo iba a llevar, que había venido por él, que era un aviso; esto alarmó mucho más a los ahí escuchaban.

Foto: Cortesía | Pixabay

Mientras tanto, Juan queriendo parecer fuerte dijo:

- Es un simple hombre que me confundió con alguien a quien anda buscando, quien sabe qué le habrán hecho- Aunque por dentro estaba sucumbiendo al miedo de aquellas infernales palabras.

Al llegar la noche, la familia no pudo dormir por la angustia de pensar que algo malo le fuera a suceder al muchacho, por eso al más mínimo ruido se alertaban; llegaron las doce de la noche, después las tres de la mañana, y el único sonido en ese ambiente lleno de suspenso y preocupación era a lo lejos el ladrido de los perros. Por fin dieron las cinco de la mañana y el cacaraquear de los gallos tomó por sorpresa a los que ya estaban quedándose dormidos; de inmediato buscaron a Juan para cerciorarse que estaba bien, pero él ya estaba bañándose para empezar su faena.

Más tranquilos y confiados de que durante la noche no había pasado nada, la familia se preparó para desayunar.

Días antes de lo ocurrido habían invitado a toda la familia a una boda que se llevaría a cabo en una comunidad que está al otro lado del río, enfrente del paso conocido como Sigero. Aquel sábado Juan tenía mucho trabajo y había tomado la decisión de no asistir, pero sus hermanos insistieron con la intención de no dejarlo solo; temían que algo le fuera a pasar durante su ausencia y eso no se lo perdonarían jamás, así que echaron mano a todos sus recursos hasta que lograron convencerlo de que los acompañara, así que adelantó un poco el trabajo que tenía pendiente, planchó su camisa de algodón, lustró sus zapatos, se afeitó la barba, se perfiló los bigotes y se vistió, se esmeró tanto en arreglarse que fue el primero que estuvo listo y empezó a apresurar a sus hermanos porque la ceremonia nupcial se llevaría a cabo a medio día; una vez que todo estuvo dispuesto emprendieron el viaje.

Foto: Cortesía | Freepik

Al llegar al otro lado del río todos se aprestaron a desembarcar, pues ya pasaba de las doce horas. Sin abandonar el paso raudo y secándose el sudor de la cara llegaron a la ceremonia, que para su suerte aún no empezaba; la novia se había retrasado y el novio, al igual que algunos comensales, ya estaba impaciente, por lo que se instalaron en una mesa que rápidamente los anfitriones colocaron para ellos.

Con una hora y media de retraso dio comienzo la celebración, fuera de ese detalle todo transcurrió de buena manera, Juan y su familia se divirtieron a más no poder, se olvidaron de la angustia que los afligía por la extraña visita que habían tenido el día anterior, bailaron, comieron y se tomaron unas cervezas; Juan abrazó a su padre y le agradeció por el apoyo que le había dado desde que nació, cosa que no hacía comúnmente. Después de algunas horas, los invitados empezaron a retirarse; cuando Juan y su familia salieron de la fiesta ya había caído la noche, no pudieron salir temprano como lo habían planeado; el destino estaba entretejiéndose.

Algunas cervezas bastaron al sastre para emborracharse y caminar con ayuda de sus familiares que lo llevaban casi a rastras; al llegar a la rivera del río, Juan se puso impertinente y se soltó de los brazos de sus hermanos; había decidido cruzar el río nadando; penosamente el tic tac del reloj seguía su marcha impecable, la hora ya estaba marcada; las mujeres que lo acompañaban le suplicaban que no lo hiciera, que por favor se subiera a la lancha, que pronto llegarían a su casa, que el río ya estaba muy crecido y traía fuertes corrientes.

Después de unos minutos de forcejear con él por fin lograron subirlo a la lancha que despegó de la orilla exactamente a las ocho de la noche; sólo cuatro horas los separaban de la llegada del nuevo día, solo cuatro horas para que no se cumpliera la sentencia infernal.

Foto: Cortesía | Pixabay

Ya faltaba poco para llegar a la orilla, el semblante de todos era de alegría. Juan sintió que disminuía la presión de las otras manos sobre sus brazos y sin pensar tanto se zambulló en el agua, quizás él pensó que ejecutaba un gran clavado, cuando en realidad solo se escurrió por un costado de la embarcación, cayó al agua y en ese instante llegó hasta ellos una ráfaga de viento que zarandeó fuertemente la lancha; de lo profundo del río salió una voz tenebrosa que contaminó el ambiente con funestos pensamientos y como por arte de magia, las ondulaciones del agua empezaron a chocar contra los rompecorrientes de forma ruda; Juan dio unas cuantas brazadas, pero después ya no lo vieron sobre el río. A partir de ese momento la paz y tranquilidad se tornó en calvario; el rostro de la desdichada madre se desencajó al soltar un grito que le desgarró el alma, sus hermanas lloraban de dolor y desesperación al no ver a Juan salir a la superficie, su papá se quitó los zapatos y se tiró al agua junto con dos hombres que lo acompañaban; muy poco pudieron hacer, el manto de la noche no les permitía ver bajo el agua y la lámpara que llevaban apenas daba una luz\u0009 lánguida.

Ya estaba por despuntar el alba cuando llegaron las autoridades y comenzaron la búsqueda con ayuda de un par de buzos, después de tres horas no encontraron nada, eso hizo que los familiares tuvieran la esperanza de encontrarlo con vida, y pensaron que pudiera estar atorado entre las ramas de algún árbol, así que lo comenzaron a buscar por toda la rivera; pero tal parecía que la oscuridad lo había atrapado o que la corriente lo había arrastrado al fondo del río. Por consejo de los ancianos lo buscaron con una vela encendida de la Candelaria, pero todos los intentos fueron en vano, Juan no aparecía ni vivo ni muerto.

Después de dos semanas de llorar y rezar, las mismas aguas que se lo habían tragado lo devolvieron a la superficie, justo en el lugar donde se había hundido; a pesar de ya haber pasado mucho tiempo en el río, su rostro aun denotaba miedo; tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, como si hubiese emitido un último grito ante algo diabólico.

Faltaban tan solo cuatro horas para la llegada del nuevo día; tal como se lo dijo el jinete aquel viernes decembrino, el siniestro había sucedido.

Corría el año de 1950 y la cabecera municipal de Huimanguillo parecía más una comunidad rural que una ciudad; sus caminos eran brechas pedregosas, la luz eléctrica era privilegio de unas cuantas casas; las carretas eran jaladas por mulas y los hombres en sus caballos desde las primeras horas del día andaban en los caminos que dividían la espesa vegetación; los árboles crecían a sus anchas y apenas dejaban ver la existencia de algunas casas, todo lo demás era pasto que servía de alimento a las vacas.

Lee más: El camino de la Canilla

Los pobladores batallaban con coralillos y nauyacas que se adentraban en sus casas en busca de frescor, pues el calor en esta zona siempre ha sido abrumador; las viviendas eran de paredes de setos y el techo con tejas de barro, sólo algunas viviendas que pertenecían a personas con mayor solvencia económica tenían paredes de ladrillo. Es en una de estas casas donde sucedió el hecho macabro que aquí relato.

La casa en mención se ubicaba en la calle que hoy se le conoce como Lerdo de Tejada; en ella vivía una familia formada por el padre, la madre y cinco hijos; Juan, que era el mayor de los vástagos se dedicaba entre otros oficios a la confección de pantalones, fue él justamente el desdichado protagonista del horroroso evento.

Un viernes de diciembre, antes de las fiestas navideñas, Juan estaba trabajando en la máquina de coser que su madre le había regalado. Su espacio de trabajo estaba a un costado de la puerta principal desde donde podía ver a los pocos transeúntes pasar, quizá el sofocante calor mantenía a los habitantes en sus casas.

Foto: Cortesía | Pixabay

De la nada apareció en la puerta de la casa un hombre montado en un caballo; no se escuchó el trote de la bestia, era como si hubiera volado o aparecido por arte de magia. Juan sintió un gran escalofrío que en milésimas de segundos invadió todo su cuerpo; los perros comenzaron a ladrar desenfrenadamente hasta el punto de reventar las correas que los sujetaban; enloquecidos, le daban vueltas a la casa, pero no se atrevieron a acercarse al caballo.

Todo pasó muy rápido:

-¡Quihubo! - le dijo el jinete, Juan contesta de la misma manera y sin más preámbulo el hombre de a caballo soltó palabras que enmudecieron al pobre Juan

- ¡ Mañana te vas a morir! -Y rápidamente espoleó su caballo y salió a galope.

¿Por qué me dices eso?, ¿Quién eres? - Le alcanzó a gritar Juan, pero el jinete ya no se detuvo.

Las palabras cayeron como un balde de agua helada sobre la humanidad del desdichado sastre, que quedó petrificado frente a la máquina de coser, con el rostro pálido y con el corazón a punto de salírsele; por unos instante sintió que las piernas no soportarían su peso si intentaba levantarse. Exhaló una bocanada de aire que buena falta le hacía y reaccionó, pero cuando se asomó a la puerta sólo pudo ver la polvareda que levantaba el galope del caballo que iba con rumbo a una de las salidas del pueblo.

Foto: Cortesía | Pixabay

Repuesto un poco del susto, aunque todavía con el semblante blanquecino como la cera, se armó de valor y como si una fuerza invisible lo jalará, empezó a andar, se sentía desorientado y sin darse cuenta llegó a la cantina de don Eduardo Arteaga, que estaba ubicada en esa misma calle. Al llegar a la cantina entró de forma apresurada y sin saludar a los amigos, como lo hacía comúnmente; se acercó a la barra, y atrás de ella, como siempre, estaba don Eduardo, que al verlo llegar le dijo sorprendido:

-¡ Que andas haciendo tan temprano por acá! Parece que andas apresurado, te ves muy agitado como si hubieses visto al diablo.

Juan aún con la voz entrecortada por la falta de aire y exhibiendo un cansancio que no era común en él, le contesta con una pregunta:

-¿Ha entrado alguien en los últimos diez minutos?

-No, nadie- le dice Don Eduardo.

Juan se da la media vuelta y les pregunta a los parroquianos que ahí se encontraban:

- ¿Alguno de ustedes ha visto pasar o ha escuchado el galope de un caballo?

Foto: Cortesía | Freepik

Se cruzaron las miradas entre los presentes, entonces uno de ellos contesto.

-Hace ya buen rato que por aquí no pasa nadie- y siguieron en su menester.

-¿Qué te pasa muchacho, porque tanto misterio?- le dice don Eduardo, que estaba atento

a todas las pláticas.

-Estaba costurando y pasó un hombre en su caballo diciendo que me moriría mañana, y por eso vengo buscándolo.

- i Hay muchacho! ¿No será que ya te espantaron? -dijo, al tiempo que se santiguaba- Pero si quieres cerciorarte, sal y revisa los caballos que están amarrados.

Así lo hizo el pobre Juan, pero ningún caballo tenía señales de cansancio, y menos se parecían al que había visto ese viernes a mediodía montado por el misterioso hombre, así que siguió el camino hasta internarse en el espeso monte; infructífera fue su búsqueda, ya no vio nada más, sólo escuchó al viento que se entretejía con la maleza haciendo extraños sonidos, y más se atemorizó.

Sin dar con el singular jinete volvió a su casa y encontró a su familia, vecinos y curiosos que se amotinaban el quicio de la puerta pues ya estaban alarmados por la extraña visita que había tenido y de su súbita salida para ir tras el misterioso personaje:

-Pero ¿qué vistes Juan?

-¿Qué fue lo que pasó?

José Gómez | El Heraldo de Tabasco

-¿Qué te dijo?

Eran las preguntas que todos le hacían,, así que decidió contarles todo lo sucedido:

- Lo que vi fue un hombre que portaba un sombrero grande y negro, de ala ancha, un traje de charro también de color negro con botonadura de plata, de igual manera unas espuelas plateadas sumamente brillantes; el caballo era de buen tamaño y porte, le brillaba el pelaje, jamás he visto uno parecido - remató diciendo. No le alcancé a ver plenamente el rostro por la sombra que hacía el sombrero, sólo se detuvo en la puerta y con una voz misteriosa y gruesa me dijo: “mañana te vas a morir”.

El miedo los invadió, no sólo al escuchar la descripción del jinete, sino también al conocer la terrible sentencia. Nadie se atrevió a interrumpirlo.

- Debo confesar que sentí mucho miedo al ver los ojos del caballo, era como si dentro de ellos hubiera un tizón encendido.

Las miradas de angustia de los presentes pronto se empezaron a intercambiar entre ellos, y las señoras con voz muy quedita murmuraban con miedo, pues ya se imaginaban de quien se trataba; así lo percibió doña María, que junto con doña Gertrudis y doña Julia llegaron a la conclusión de que lo que había visto el pobre muchacho ese mal día había sido al mismísimo Lucifer; por eso lo observaban con tristeza, con piedad y a la vez con mucho miedo. Una de las mujeres empezó a gritar que ese ser se lo iba a llevar, que había venido por él, que era un aviso; esto alarmó mucho más a los ahí escuchaban.

Foto: Cortesía | Pixabay

Mientras tanto, Juan queriendo parecer fuerte dijo:

- Es un simple hombre que me confundió con alguien a quien anda buscando, quien sabe qué le habrán hecho- Aunque por dentro estaba sucumbiendo al miedo de aquellas infernales palabras.

Al llegar la noche, la familia no pudo dormir por la angustia de pensar que algo malo le fuera a suceder al muchacho, por eso al más mínimo ruido se alertaban; llegaron las doce de la noche, después las tres de la mañana, y el único sonido en ese ambiente lleno de suspenso y preocupación era a lo lejos el ladrido de los perros. Por fin dieron las cinco de la mañana y el cacaraquear de los gallos tomó por sorpresa a los que ya estaban quedándose dormidos; de inmediato buscaron a Juan para cerciorarse que estaba bien, pero él ya estaba bañándose para empezar su faena.

Más tranquilos y confiados de que durante la noche no había pasado nada, la familia se preparó para desayunar.

Días antes de lo ocurrido habían invitado a toda la familia a una boda que se llevaría a cabo en una comunidad que está al otro lado del río, enfrente del paso conocido como Sigero. Aquel sábado Juan tenía mucho trabajo y había tomado la decisión de no asistir, pero sus hermanos insistieron con la intención de no dejarlo solo; temían que algo le fuera a pasar durante su ausencia y eso no se lo perdonarían jamás, así que echaron mano a todos sus recursos hasta que lograron convencerlo de que los acompañara, así que adelantó un poco el trabajo que tenía pendiente, planchó su camisa de algodón, lustró sus zapatos, se afeitó la barba, se perfiló los bigotes y se vistió, se esmeró tanto en arreglarse que fue el primero que estuvo listo y empezó a apresurar a sus hermanos porque la ceremonia nupcial se llevaría a cabo a medio día; una vez que todo estuvo dispuesto emprendieron el viaje.

Foto: Cortesía | Freepik

Al llegar al otro lado del río todos se aprestaron a desembarcar, pues ya pasaba de las doce horas. Sin abandonar el paso raudo y secándose el sudor de la cara llegaron a la ceremonia, que para su suerte aún no empezaba; la novia se había retrasado y el novio, al igual que algunos comensales, ya estaba impaciente, por lo que se instalaron en una mesa que rápidamente los anfitriones colocaron para ellos.

Con una hora y media de retraso dio comienzo la celebración, fuera de ese detalle todo transcurrió de buena manera, Juan y su familia se divirtieron a más no poder, se olvidaron de la angustia que los afligía por la extraña visita que habían tenido el día anterior, bailaron, comieron y se tomaron unas cervezas; Juan abrazó a su padre y le agradeció por el apoyo que le había dado desde que nació, cosa que no hacía comúnmente. Después de algunas horas, los invitados empezaron a retirarse; cuando Juan y su familia salieron de la fiesta ya había caído la noche, no pudieron salir temprano como lo habían planeado; el destino estaba entretejiéndose.

Algunas cervezas bastaron al sastre para emborracharse y caminar con ayuda de sus familiares que lo llevaban casi a rastras; al llegar a la rivera del río, Juan se puso impertinente y se soltó de los brazos de sus hermanos; había decidido cruzar el río nadando; penosamente el tic tac del reloj seguía su marcha impecable, la hora ya estaba marcada; las mujeres que lo acompañaban le suplicaban que no lo hiciera, que por favor se subiera a la lancha, que pronto llegarían a su casa, que el río ya estaba muy crecido y traía fuertes corrientes.

Después de unos minutos de forcejear con él por fin lograron subirlo a la lancha que despegó de la orilla exactamente a las ocho de la noche; sólo cuatro horas los separaban de la llegada del nuevo día, solo cuatro horas para que no se cumpliera la sentencia infernal.

Foto: Cortesía | Pixabay

Ya faltaba poco para llegar a la orilla, el semblante de todos era de alegría. Juan sintió que disminuía la presión de las otras manos sobre sus brazos y sin pensar tanto se zambulló en el agua, quizás él pensó que ejecutaba un gran clavado, cuando en realidad solo se escurrió por un costado de la embarcación, cayó al agua y en ese instante llegó hasta ellos una ráfaga de viento que zarandeó fuertemente la lancha; de lo profundo del río salió una voz tenebrosa que contaminó el ambiente con funestos pensamientos y como por arte de magia, las ondulaciones del agua empezaron a chocar contra los rompecorrientes de forma ruda; Juan dio unas cuantas brazadas, pero después ya no lo vieron sobre el río. A partir de ese momento la paz y tranquilidad se tornó en calvario; el rostro de la desdichada madre se desencajó al soltar un grito que le desgarró el alma, sus hermanas lloraban de dolor y desesperación al no ver a Juan salir a la superficie, su papá se quitó los zapatos y se tiró al agua junto con dos hombres que lo acompañaban; muy poco pudieron hacer, el manto de la noche no les permitía ver bajo el agua y la lámpara que llevaban apenas daba una luz\u0009 lánguida.

Ya estaba por despuntar el alba cuando llegaron las autoridades y comenzaron la búsqueda con ayuda de un par de buzos, después de tres horas no encontraron nada, eso hizo que los familiares tuvieran la esperanza de encontrarlo con vida, y pensaron que pudiera estar atorado entre las ramas de algún árbol, así que lo comenzaron a buscar por toda la rivera; pero tal parecía que la oscuridad lo había atrapado o que la corriente lo había arrastrado al fondo del río. Por consejo de los ancianos lo buscaron con una vela encendida de la Candelaria, pero todos los intentos fueron en vano, Juan no aparecía ni vivo ni muerto.

Después de dos semanas de llorar y rezar, las mismas aguas que se lo habían tragado lo devolvieron a la superficie, justo en el lugar donde se había hundido; a pesar de ya haber pasado mucho tiempo en el río, su rostro aun denotaba miedo; tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, como si hubiese emitido un último grito ante algo diabólico.

Faltaban tan solo cuatro horas para la llegada del nuevo día; tal como se lo dijo el jinete aquel viernes decembrino, el siniestro había sucedido.

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