Nunca he visto mejor definición de la actividad política que la ofrecida por Richard Jordan en su papel de Jeffrey Pelt en la cinta La caza al octubre rojo (1990). La definición es contundente: Soy político profesional, hoy estoy besando bebés y mañana le quito la cartera a alguien. El innombrable Brozo lo dijo igualmente, pero quedémonos con la definición de la película, hija del novelista Tom Clancy que dejaremos hasta aquí.
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El lector recordará, si tiene buena memoria y es acucioso de la información, la pifia del aun candidato Peña Nieto cuando en la FIL le preguntaron por tres libros que le hubieran impactado en su vida. Un nervioso candidato no pudo citar tres títulos. Buena la hicimos, pensé, si así está ante la pregunta a modo, cómo se pondrá con las inquisitoriales. Lo más simpático no fueron los memes, las críticas, el meneo de cabeza conmiserativo, sino que lo criticó la clase política que tampoco lee. Hubo uno incluso que apostó que El principito lo escribió Maquiavelito… Este es el meollo del comentario de hoy.
Cuando se puso en marcha el programa nacional de lectura que, como todo en nuestro país, fue camaloneándose, ojo, no evolucionando, al paso del tiempo, pensé que se había encontrado la solución. Me equivoqué. Llamado de muchas maneras, poco se dio de manera importante pues primero estuvo dentro de los programas de bibliotecas, lo que parecía muy lógico. Un airado compañero de letras me dijo en algún momento que los bibliotecarios no eran promotores de lectura, agregando el muy despectivo “ni madres”. Quedé asombrado.
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Más lo quedé cuando efectivamente, se separó el programa de Fomento a la lectura del programa de bibliotecas públicas creando un entelequioso abalorio que colgaba de la SE aun cuando iba y venia de CONACULTA. Al desaparecer CONACULTA, el presidente anti-libros crea un programa igualmente fallido de Fomento a la lectura aun cuando ya se tuvo una Ley del Libro desde 2007. Pero la Ley del libro solo habla del objeto, del libro como presa más que como vehículo de cultura. Algo no encaja en la dichosa ley. Al menos de manera cultural. Encajaba, después me di cuenta, en el “castigo” a las editoriales y librerías, tiendas departamentales y venta de libros por ahí, tratando de obligarlas a dar un precio único del libro. Era una ley más para la economía que para la cultura, más a modo con los vendedores que con los consumidores.
Como dice Héctor de Paz, las leyes deben ser pocas, breves y con derechos y obligaciones bien especificados. Pone de ejemplo los diez mandamientos. Bien nos veríamos con solo 10 leyes para la vida cotidiana. Además, ¿qué iban a hacer los legisladores con solo diez leyes? El chiste es hacer a las leyes agregados, transitorios, derogar, crear, acallar, demostrar, impedir, dejar, promover, hacinar, curiosear, amañar, acomodar, deshacer, rehacer, oponer, disponer justificando así su desempeño y su necesidad en la curul.
El convenio entre lector y libro obedece al desarrollo personal propio. Nadie es lector por decreto. Sin embargo, las instancias precisaban definir qué es el fomento a la lectura y qué es la biblioteca pública. Así, se crea el Programa Nacional de salas de Lectura donde voluntariamente, el vecino, el amigo, el compañero de la colonia pone un espacio de lectura en su domicilio y propone lecturas a quien se acerque por un libro. Para esto el PNSL provee con un pie de cría, un acervo con el que se nutre la sala y se ofrece al vecindario la oportunidad de acercarse a la lectura. Llamo la atención sobre el verbo “acercar” porque la burocracia cultural siempre lo ha utilizado, nunca “permanecer” siempre “acercar”.
El bien cultural, en este caso el libro se acerca, así como un aspaviento. No se queda como un objeto cotidiano en las casas. Esta consigna, muy extraña, es la médula del PNSL. Recuerdo que el poeta Alejandro Aura, desde su programa de radio, juntaba libros e iba de ciudad en ciudad del país regalando el acervo en un centro cultural, una casa, un espacio. Era el PNSL 10 años antes del PNSL. Aquí vino y dejó un acervo, un pie de cría como lo llamaba generosamente en un espacio llamado Cafebrería Salamandra, o algo así. Hoy está un parque entre el reloj de tres caras y el mercado de flores, en esta Villahermosa nuestra.
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El caso es que, viendo la crítica a los políticos que no leen, algún burócrata desmañado quiso ofrecer un programa de Fomento a la lectura para quitar la carga del usuario que llega a la biblioteca pública y pide al bibliotecario le recomiende una lectura. Ante tamaño atrevimiento, el bibliotecario le muestra los pasillos con los estantes repletos de libros. Ahí búscale. Para eso se creó la mediación de la lectura.
El nombre del nuevo funcionario, con un cargo honorario, es el de mediador de lectura porque media en el gusto, formado o no, del lector. Uno que otro político debería dejar de besar bebés o de escamotear carteras e irse a una sala de lectura a que alguien le dé un libro y a ver si así lee. ¿Pido demasiado? No sé. Si quienes dirigen los rumbos del país no se dan la oportunidad de leer, entonces que esperaríamos de los que esperamos bajo el sombrero del Principito o del ala del ave roc, la oportunidad de encontrarnos con nosotros mismos a raíz de la lectura.
A lo mejor un día nos encontramos en el dilema del encuentro con un político que sí lea, que debe haber, y podré comerme estas letras en el dislate cultural. Por ahora, ahí lo dejamos.