/ viernes 18 de marzo de 2022

ARTILUGIOS. José Gorostiza sonríe.

En estos tiempos erráticos, cuando la faz de la Tierra debería sonreír, es cuando necesitamos héroes en vida. Ya que me fusilo la canción de Mecano, deberíamos voltear la vista hacia los que nos dieron, dado el caso de nuestro estado, patria chica y poesía. ¿Qué tienen en común Andrés Iduarte, José Carlos Becerra, los dos Gorostiza y Carlos Pellicer? Que nacieron en la misma zona de la entonces San Juan Bautista, excepto Becerra que nació cuando la capital tabasqueña se llamaba ya Villahermosa. La zona en cuestión es la intersección de las calles Lerdo (escalinatas) y Sáenz, que aun quedaría la duda si se refiere a Narciso Sáenz o a Manuel Gil y Sáenz porque el ayuntamiento, no de ahora desde siempre, no ha tenido el cuidado de aclarar quién es ese Sáenz al que alude la nomenclatura así nomás con el apellido insigne. Volvamos a la poesía, algo menos comprometida.

En algún tiempo, dimos en llamar a esas calles el meridiano de la poesía aludiendo al dicho pelliceriano que así la bautizara en un célebre texto. Ahí, poetas de alta raigambre hispanoamericana leyeron su obra, exponiendo su talento ante la delicia de propios y extraños. Muy interesante. Este evento fue cancelado por autoridades menos sensibles al fortalecimiento presencial que significa observar al poeta leer su obra ante los asombrados ojos del público. De todos modos, la historia juzgará a unos y a otros.

Otro rasgo que comparten los literatos señalados más arriba es que ninguno sonríe. De eso artilugiaré con permiso del lector. Sin él también.

Siempre me ha fascinado la figura hierática de José Gorostiza. Serio y sublime, observa caminar los tiempos decisorios de la imagen a través de sus lentes. Hombre de sonrisas parcas, lo que podemos apreciar en las fotografías que adornan su iconografía aun por realizarse, no podemos menos de convalidarlo con otros poetas de su generación a los que tampoco vemos sonreír con facilidad. Pensemos en la perversa sonrisa de Novo, en la transfigurada de Villaurrutia.

Los dos poetas tabasqueños del grupo sin Grupo no sonríen. Pareciera que viven en una seriedad infinita, proveedora de tolerancias igualmente infinitas. Me refiero a Gorostiza, autor de Muerte sin fin porque esta semana se conmemoran 49 años de su deceso. En el ánimo tabasqueño, la risa representa el cúmulo de sentimiento acordados por el aire provinciano. El tabasqueño sonríe ante el chiste bien contado o la situación graciosa, a veces grotesca, que se presente. Eso sí, no conoce, reconoce, el humor negro. Los políticos, sobre todo tabasqueños, no resisten, no aguantan el ingenio. Se ofenden cuando hay un dicho gracioso sobre su persona. Solo se aguantan entre ellos. Es como un coto bien especificado, delimitado con una cerca infranqueable para los otros. Cuando un simple mortal hace un chiste sobre políticos tabasqueños, se unifican todos y lanzan la pregunta aborrecible, ¿quién eres tú, con qué derecho nos criticas, te burlas, te mofas de nosotros? Casi casi piden credenciales. Volvamos a la poesía y si insisto en tocar otros temas, suplico amable lector que me obligues a ceñirme al tema que nos ocupa.

Pellicer es el otro poeta tabasqueño que no esboza una sonrisa en ninguna de sus fotos. ¿Será que saben su importancia en la vida, por eso sonríen poco? Cuando José Gorostiza escribe Muerte sin fin, en 1939, tiene 35 años poco más o menos. A partir de ese momento, Gorostiza se vuelve el poeta difícil, de difíciles entornos, de sinuosas imágenes cruzadas. El poeta se vuelve el Poeta de las imágenes de Dios. Curiosamente, por si no nos hemos dado cuenta, Muerte sin fin está plena de guiños falaces de un humor controlado al máximo. Por ejemplo. Cuando el poeta dice:


Un desplome de ángeles caídos

a la delicia intacta de su peso…


Sabemos que se refiere a la lluvia. La imagen es tan inocente que un niño de once años la interpretó de forma exquisita. Otro ejemplo, cuando concluye el poema con el consabido verso de la putilla del rubor helado, entendemos la propuesta de Gorostiza. El poeta nos muestra a un dios adusto. Un ente que solo mira competencia en sus atrabiliarias decisiones en la muerte. El Dios de los ejércitos de la Biblia es todo seriedad, todo ceño fruncido, todo enojo. En cambio, su contraparte, el diablo, es risa, pachanga, carnaval y fiesta. El diablo es detentador de la parte más rítmica del poema, desde que comienza con los tantanes.

Ahí descubrimos el momento encantador del poeta, cuando ríe con su risita sardónica, burlona, de niño que hizo la mejor travesura de su vida, la que se descubre. Dice Elena Poniatowska que los poetas mexicanos son bien lloroncitos. Se les da mucho la lágrima, menos la sonrisa. Todos se duelen de sus pasiones desmedidas. Pocos saben reírse de sí mismos. Aunque parezca que escribo un disparate me gustaría encontrar un poeta como aquel locutor que sonrió hasta el final de sus días, de quien no pudieron hacerse más chanzas porque lo mataron después de comerse una torta.

Invito al público a buscar la fotografía de un sonriente Gorostiza en la serie de fotografías aquí en el claustro de esta biblioteca del estado de Tabasco, José María Pino Suárez. Recuerdo una anécdota que me contó su hija Martha. Cuando fue embajador en Holanda le preguntaron cómo era ese país. Es un país muy extraño, contestó el poeta. Todos son protestantes, hasta los católicos. Y todas las mujeres son feas, hasta las bonitas. Dosis de un ingenio perlado de sorna.

Muerte sin fin tiene un humor raro, exquisito, pleno de los alardes gorosticianos como el de la anécdota anotada más arriba. En otro momento, cuando comienza a enumerar como van destruyéndose los diversos reinos –mineral, animal, vegetal– se impone el recuerdo de aquella canción infantil que hizo las delicias de nuestra niñez:

GOROSTIZA\u0009\u0009\u0009\u0009\u0009CANCION INFANTIL

Al animal – la planta,\u0009\u0009\u0009\u0009Estaba la rana sentada,

A la planta – la piedra, \u0009\u0009\u0009comiendo castañas

A la piedra – el cielo,\u0009\u0009\u0009\u0009debajo del agua…

Al cielo – el mar.

Al mar – la nube,

A la nube – el sol…

Así, mezclando la plena erudición con el lenguaje cotidiano, es como Gorostiza formó este poema. Me gusta este punto de su obra en el que poco se reflexiona. Hay más sonrisas que risas declaradas dentro del poema, un ácido humor mucho más amplio que en otros momentos de la poética de Gorostiza.

Pensando en su primer libro, Canciones para cantar en las barcas, nos damos cuenta de que son sólo imágenes, imágenes de barcos, de nubes, de horizontes, de naranjas, de grillos, de luces, de faros. Este primer libro acude a la descripción que se esconde tras el rostro de la imagen. El humor no aparece sino como una máscara sutil que se adelgaza a medida que la brevedad de los poemas se acentúa.

En la búsqueda de la metáfora declaratoria del poema Gorostiza encuentra el famoso ¡oh, inteligencia, soledad en llamas!, que si no fuera por el ánimo declamatorio malamente empleado, debería ser un verso jocoso. El hombre tiene una inteligencia sola, en llamas, en constante combustión. Más abajo continúa con la sutil gracejada, ¡oh, inteligencia, páramo de espejos! ¿Realmente, les parece muy serio el verso? Es como decirle al ser humano, no tienes cerebro, tu mente es desacomodada, estéril, aviesa en abismos. Gorostiza propone un juego que se enlaza con el intermedio pleno de baile y canción. Recordémoslo.

Sabe la muerte a tierra,

la angustia a hiel.

Este morir a gotas

me sabe a miel.


¿Alusión más clara necesitamos de la autocomplacencia? Espero que no. En este sesgo musical, Gorostiza nos recuerda que el idioma español canta y baila. Ahí reside la sonrisa del más serio de los Contemporáneos. Ahí vive su soterrado ingenio. El genio ríe, dije algo más arriba, cuando lo hace, ríe genialmente. Nosotros, pobres mortales, debemos conformarnos con los evidentes chistes televisivos. Es cuanto.

En estos tiempos erráticos, cuando la faz de la Tierra debería sonreír, es cuando necesitamos héroes en vida. Ya que me fusilo la canción de Mecano, deberíamos voltear la vista hacia los que nos dieron, dado el caso de nuestro estado, patria chica y poesía. ¿Qué tienen en común Andrés Iduarte, José Carlos Becerra, los dos Gorostiza y Carlos Pellicer? Que nacieron en la misma zona de la entonces San Juan Bautista, excepto Becerra que nació cuando la capital tabasqueña se llamaba ya Villahermosa. La zona en cuestión es la intersección de las calles Lerdo (escalinatas) y Sáenz, que aun quedaría la duda si se refiere a Narciso Sáenz o a Manuel Gil y Sáenz porque el ayuntamiento, no de ahora desde siempre, no ha tenido el cuidado de aclarar quién es ese Sáenz al que alude la nomenclatura así nomás con el apellido insigne. Volvamos a la poesía, algo menos comprometida.

En algún tiempo, dimos en llamar a esas calles el meridiano de la poesía aludiendo al dicho pelliceriano que así la bautizara en un célebre texto. Ahí, poetas de alta raigambre hispanoamericana leyeron su obra, exponiendo su talento ante la delicia de propios y extraños. Muy interesante. Este evento fue cancelado por autoridades menos sensibles al fortalecimiento presencial que significa observar al poeta leer su obra ante los asombrados ojos del público. De todos modos, la historia juzgará a unos y a otros.

Otro rasgo que comparten los literatos señalados más arriba es que ninguno sonríe. De eso artilugiaré con permiso del lector. Sin él también.

Siempre me ha fascinado la figura hierática de José Gorostiza. Serio y sublime, observa caminar los tiempos decisorios de la imagen a través de sus lentes. Hombre de sonrisas parcas, lo que podemos apreciar en las fotografías que adornan su iconografía aun por realizarse, no podemos menos de convalidarlo con otros poetas de su generación a los que tampoco vemos sonreír con facilidad. Pensemos en la perversa sonrisa de Novo, en la transfigurada de Villaurrutia.

Los dos poetas tabasqueños del grupo sin Grupo no sonríen. Pareciera que viven en una seriedad infinita, proveedora de tolerancias igualmente infinitas. Me refiero a Gorostiza, autor de Muerte sin fin porque esta semana se conmemoran 49 años de su deceso. En el ánimo tabasqueño, la risa representa el cúmulo de sentimiento acordados por el aire provinciano. El tabasqueño sonríe ante el chiste bien contado o la situación graciosa, a veces grotesca, que se presente. Eso sí, no conoce, reconoce, el humor negro. Los políticos, sobre todo tabasqueños, no resisten, no aguantan el ingenio. Se ofenden cuando hay un dicho gracioso sobre su persona. Solo se aguantan entre ellos. Es como un coto bien especificado, delimitado con una cerca infranqueable para los otros. Cuando un simple mortal hace un chiste sobre políticos tabasqueños, se unifican todos y lanzan la pregunta aborrecible, ¿quién eres tú, con qué derecho nos criticas, te burlas, te mofas de nosotros? Casi casi piden credenciales. Volvamos a la poesía y si insisto en tocar otros temas, suplico amable lector que me obligues a ceñirme al tema que nos ocupa.

Pellicer es el otro poeta tabasqueño que no esboza una sonrisa en ninguna de sus fotos. ¿Será que saben su importancia en la vida, por eso sonríen poco? Cuando José Gorostiza escribe Muerte sin fin, en 1939, tiene 35 años poco más o menos. A partir de ese momento, Gorostiza se vuelve el poeta difícil, de difíciles entornos, de sinuosas imágenes cruzadas. El poeta se vuelve el Poeta de las imágenes de Dios. Curiosamente, por si no nos hemos dado cuenta, Muerte sin fin está plena de guiños falaces de un humor controlado al máximo. Por ejemplo. Cuando el poeta dice:


Un desplome de ángeles caídos

a la delicia intacta de su peso…


Sabemos que se refiere a la lluvia. La imagen es tan inocente que un niño de once años la interpretó de forma exquisita. Otro ejemplo, cuando concluye el poema con el consabido verso de la putilla del rubor helado, entendemos la propuesta de Gorostiza. El poeta nos muestra a un dios adusto. Un ente que solo mira competencia en sus atrabiliarias decisiones en la muerte. El Dios de los ejércitos de la Biblia es todo seriedad, todo ceño fruncido, todo enojo. En cambio, su contraparte, el diablo, es risa, pachanga, carnaval y fiesta. El diablo es detentador de la parte más rítmica del poema, desde que comienza con los tantanes.

Ahí descubrimos el momento encantador del poeta, cuando ríe con su risita sardónica, burlona, de niño que hizo la mejor travesura de su vida, la que se descubre. Dice Elena Poniatowska que los poetas mexicanos son bien lloroncitos. Se les da mucho la lágrima, menos la sonrisa. Todos se duelen de sus pasiones desmedidas. Pocos saben reírse de sí mismos. Aunque parezca que escribo un disparate me gustaría encontrar un poeta como aquel locutor que sonrió hasta el final de sus días, de quien no pudieron hacerse más chanzas porque lo mataron después de comerse una torta.

Invito al público a buscar la fotografía de un sonriente Gorostiza en la serie de fotografías aquí en el claustro de esta biblioteca del estado de Tabasco, José María Pino Suárez. Recuerdo una anécdota que me contó su hija Martha. Cuando fue embajador en Holanda le preguntaron cómo era ese país. Es un país muy extraño, contestó el poeta. Todos son protestantes, hasta los católicos. Y todas las mujeres son feas, hasta las bonitas. Dosis de un ingenio perlado de sorna.

Muerte sin fin tiene un humor raro, exquisito, pleno de los alardes gorosticianos como el de la anécdota anotada más arriba. En otro momento, cuando comienza a enumerar como van destruyéndose los diversos reinos –mineral, animal, vegetal– se impone el recuerdo de aquella canción infantil que hizo las delicias de nuestra niñez:

GOROSTIZA\u0009\u0009\u0009\u0009\u0009CANCION INFANTIL

Al animal – la planta,\u0009\u0009\u0009\u0009Estaba la rana sentada,

A la planta – la piedra, \u0009\u0009\u0009comiendo castañas

A la piedra – el cielo,\u0009\u0009\u0009\u0009debajo del agua…

Al cielo – el mar.

Al mar – la nube,

A la nube – el sol…

Así, mezclando la plena erudición con el lenguaje cotidiano, es como Gorostiza formó este poema. Me gusta este punto de su obra en el que poco se reflexiona. Hay más sonrisas que risas declaradas dentro del poema, un ácido humor mucho más amplio que en otros momentos de la poética de Gorostiza.

Pensando en su primer libro, Canciones para cantar en las barcas, nos damos cuenta de que son sólo imágenes, imágenes de barcos, de nubes, de horizontes, de naranjas, de grillos, de luces, de faros. Este primer libro acude a la descripción que se esconde tras el rostro de la imagen. El humor no aparece sino como una máscara sutil que se adelgaza a medida que la brevedad de los poemas se acentúa.

En la búsqueda de la metáfora declaratoria del poema Gorostiza encuentra el famoso ¡oh, inteligencia, soledad en llamas!, que si no fuera por el ánimo declamatorio malamente empleado, debería ser un verso jocoso. El hombre tiene una inteligencia sola, en llamas, en constante combustión. Más abajo continúa con la sutil gracejada, ¡oh, inteligencia, páramo de espejos! ¿Realmente, les parece muy serio el verso? Es como decirle al ser humano, no tienes cerebro, tu mente es desacomodada, estéril, aviesa en abismos. Gorostiza propone un juego que se enlaza con el intermedio pleno de baile y canción. Recordémoslo.

Sabe la muerte a tierra,

la angustia a hiel.

Este morir a gotas

me sabe a miel.


¿Alusión más clara necesitamos de la autocomplacencia? Espero que no. En este sesgo musical, Gorostiza nos recuerda que el idioma español canta y baila. Ahí reside la sonrisa del más serio de los Contemporáneos. Ahí vive su soterrado ingenio. El genio ríe, dije algo más arriba, cuando lo hace, ríe genialmente. Nosotros, pobres mortales, debemos conformarnos con los evidentes chistes televisivos. Es cuanto.