/ viernes 20 de mayo de 2022

Artilugios | Obesos

Cuando la escritora Ana nuño habla sobre el poeta cubano José Lezama Lima, nos endilga una frase demoledora y bien concreta, a saber. Los gordos nos impresionan siempre como personas altas. Esta frase sublime no aplica en este texto. Hay en nuestro país una discriminación disfrazada de ayuda, de preocupación, de auxilio. La que se pretende dar a los obesos.

Todos abogan por tu salud. Agregan el estribillo, olvídate de verte bien. Es por tu salud. Por lo mismo, hay campañas contra el sobrepeso, contra la alimentación desmedida. Se pretende definir la problemática de lo que se ingiere. La frase “eres lo que comes” está empeñada en demostrar que si comes puerco, te verás como uno, que si comes camarones, serás uno, con carcasa y todo. Lo correcto, quiero entender, es comer flores para ser como flores. O lechugas para ser verdes, o tomates o remolachas o zanahorias. En fin, todo lo que apoyan los que “ven por nuestra salud” es por eso nada más. Altruistas de nuevo cuño, perspicaces idearios del yantar, delicados artífices de la comida sana.

Después, ya sin ánimos de polemizar, encontraremos la realidad. Es caro tratar las enfermedades provenientes de la obesidad (diabetes, hipertensión, colesterol o accidentes cerebrovasculares, así como lesiones en el hígado o la vesícula). Todos los doctores asistieron a la misma clase en la universidad: Tienes que adelgazar. El crítico de teatro José Antonio Alcaraz decía a su médico, ¿puedes curarme sin hacerme bajar un kilo? No sé la respuesta de sus médicos. El mío se ofendió terriblemente cuando me respondió que no, y yo le dije que la ciencia no había adelantado mucho. No es posible curar enfermedades, de obesos o no, sin que el paciente baje kilos. No veo dónde está el progreso. Eso es lo mejor, aseguró mi médico antes de correrme del consultorio a recetazos. Sí, respondía yo esquivando los proyectiles, pero no es deportivo. No quiero parecer molieresco, recordará el artilugista que me lee que el comediógrafo francés odiaba a los médicos fustigándolos en sus comedias como charlatanes, obsesos (no confundir palabras) desdichados maleantes con o sin título, en ese entonces nadie lo necesitaba, estafadores de la salud, de los pacientes, de las heredades. No. Mi pretensión es reflexionar juntos, artilugista y yo, sobre este caso curioso, extraño, delicado para quienes pesamos más de 100 kilos.

La campaña contra los alimentos chatarra, esos que venden en las tiendas de conveniencia, esos segregados del apostolado de la sana condumia, más pareciera contra la tienda de conveniencia misma. La campaña no incluye una propuesta de alimentación sana. Solamente incluye la prohibición, eso sí, disfrazada de la mejor de las intenciones. Líneas más arriba hice hincapié en la idea de que quieren inducir en nuestra conciencia una alimentación sana. Suena a psicología a la inversa. No te hablo de la estética, te hablo de la salud. Lo extraño es que la generación de ninis o de milenials o de centenials o de vaya a saber qué otro sesgo quiera darle, que se conduele de todo sin experimentar nada, sí cree en la belleza del cuerpo. Claro, vemos que Ñoño o Pedro Picapiedra, uno un niño vestido de adulto… perdón, al revés y el otro un esposo de la edad de piedra, no son bellos. Rayan en el ridículo.

Del otro lado, donde la obesidad se llama gordura donde los gordos son motejados con palabras malvadas como gordinflón, tambo, tinaco desparramado, gordo, marrano, cerdo, y otros adjetivos que los mismos puercos encontrarían ofensivos, es imposible pensar que los motejantes estén preocupados por nuestra salud. En la película ¿Quién mata a los grandes chefs? (1978, Ted Kotcheff) Robert Morley interpreta a un crítico gastronómico, sospechoso de matar a los grandes chefs del planeta, mismos que realizan un banquete para agasajar a la reina de Inglaterra.

Morley se conduele de que esos chefs lo están matando, poco a poco, con cada nuevo platillo, con cada nueva creación. Eso puede pasar ahora, siempre y cuando los obesos coman lo que hacen los grandes chefs, platillos exiguos, poco contundentes, más para fotografía que para alimentar. Recuerdo el restaurante de un querido amigo, uno de los primeros chefs que hubo en nuestro estado. Nos invitó a comer, nos mandó un platillo para cada uno. Cuando vi el plato, dije al mesero que no me lo trajese por partes, que si podría traer la comida completa. Se me quedaron viendo chef y mesero, se dieron la vuelta, se fueron dejándome con la desolación de un manjar apenas como para el diente de una muela, como decían antes las viejitas. Vamos a un caso extremo, realmente.

El cómico norteamericano, Fatty Aburckle, tenía preferencia por las niñas. Una noche, sin fijarse en la trampa tendida, llevó a una pequeña a un hotel. Enseguida la niña gritó, lo que esperaban policía y reporteros, siempre a la caza de lo sensacional, para lanzarse sobre la puerta de la habitación exigiendo que saliera el pederasta. Fatty, que quiere decir “gordito” en inglés, para salvarse, mató a la niña, incendió el cuarto de hotel quemándose él mismo en el siniestro. Los gordos también lloran.

Otra película, esta de vertiente cómica, es El gordito, una película de 1980, escrita y dirigida por Anne Bancroft, siendo la única película que escribió y dirigió. Está protagonizada por Dom DeLuise, Ron Carey y Candice Azzara. Fue también la primera película producida por la compañía Brooksfilms de Mel Brooks. Doy estos datos porque siempre admiré, admiro, a todos los involucrados. Pues esta cinta es hija de la más extensa y fársica estirpe. El dilema de un hombre joven, aunque obeso, por conquistar a una hermosa chica. El drama comienza cuando el gordito no sabe cómo adelgazar. Es tragón, que no gourmet. De esos dramas está hecho el talante obeso.

Volviendo a la realidad, no nos engañemos. Nadie quiere que los impuestos, que pueden gastarse en campañas o en obras de relumbrón, los gaste el gobierno en una bola de bolas, de necios gordos que seguramente tienen atrofiado el cerebro por el exceso de comida chatarra. Sí, ya no suena tan altruista, ¿verdad? Recuerde la iniciativa del presidente Calderón o de su esposa, no sé, o de algún sabio de esos que nunca faltan en los séquitos presidenciales, del plato del buen comer, sustituyendo a la pirámide alimenticia. ¿Y sabe porqué estimado artilugista que pasas los ojos asombrados por estas líneas? Porque la pirámide alimenticia preponderaba el consumo de la carne como la proteína suprema.

La administración calderonista supo desde un primer momento que la sociedad no tenía emolumentos para comprar carne, por eso en el plato del buen comer, se hace un círculo donde la carne, el pescado, el pollo, el cerdo ocupan apenas un cuarto proporcionalmente. Se recomienda en un sitio del plato que se consuman verduras, frutas, leche no, porque obsede la mente, quesos y otros lácteos en menor medida, etc. Suena más a preocupación porque no se le puede dar un salario digno al pueblo para que coma lo que quiera, más que a preocupación por la salud en general. Es risible, ¿no?

Lo ideal sería que las autoridades se preocupasen por ofrecer salarios para que todos pudiésemos comer platillos dignos de proteína sustanciosa, no querernos convencer, a la manera de beatos gastrónomos en ciernes, de que nuestra alimentación va a matarnos. Que puede ser, pero nadie habla claro. No conviene, claro.

A lo mejor me equivoco, pero los políticos, así como la política funcionan como relojes. No podemos dudar de ellos. Tampoco confiar mucho.

Cuando la escritora Ana nuño habla sobre el poeta cubano José Lezama Lima, nos endilga una frase demoledora y bien concreta, a saber. Los gordos nos impresionan siempre como personas altas. Esta frase sublime no aplica en este texto. Hay en nuestro país una discriminación disfrazada de ayuda, de preocupación, de auxilio. La que se pretende dar a los obesos.

Todos abogan por tu salud. Agregan el estribillo, olvídate de verte bien. Es por tu salud. Por lo mismo, hay campañas contra el sobrepeso, contra la alimentación desmedida. Se pretende definir la problemática de lo que se ingiere. La frase “eres lo que comes” está empeñada en demostrar que si comes puerco, te verás como uno, que si comes camarones, serás uno, con carcasa y todo. Lo correcto, quiero entender, es comer flores para ser como flores. O lechugas para ser verdes, o tomates o remolachas o zanahorias. En fin, todo lo que apoyan los que “ven por nuestra salud” es por eso nada más. Altruistas de nuevo cuño, perspicaces idearios del yantar, delicados artífices de la comida sana.

Después, ya sin ánimos de polemizar, encontraremos la realidad. Es caro tratar las enfermedades provenientes de la obesidad (diabetes, hipertensión, colesterol o accidentes cerebrovasculares, así como lesiones en el hígado o la vesícula). Todos los doctores asistieron a la misma clase en la universidad: Tienes que adelgazar. El crítico de teatro José Antonio Alcaraz decía a su médico, ¿puedes curarme sin hacerme bajar un kilo? No sé la respuesta de sus médicos. El mío se ofendió terriblemente cuando me respondió que no, y yo le dije que la ciencia no había adelantado mucho. No es posible curar enfermedades, de obesos o no, sin que el paciente baje kilos. No veo dónde está el progreso. Eso es lo mejor, aseguró mi médico antes de correrme del consultorio a recetazos. Sí, respondía yo esquivando los proyectiles, pero no es deportivo. No quiero parecer molieresco, recordará el artilugista que me lee que el comediógrafo francés odiaba a los médicos fustigándolos en sus comedias como charlatanes, obsesos (no confundir palabras) desdichados maleantes con o sin título, en ese entonces nadie lo necesitaba, estafadores de la salud, de los pacientes, de las heredades. No. Mi pretensión es reflexionar juntos, artilugista y yo, sobre este caso curioso, extraño, delicado para quienes pesamos más de 100 kilos.

La campaña contra los alimentos chatarra, esos que venden en las tiendas de conveniencia, esos segregados del apostolado de la sana condumia, más pareciera contra la tienda de conveniencia misma. La campaña no incluye una propuesta de alimentación sana. Solamente incluye la prohibición, eso sí, disfrazada de la mejor de las intenciones. Líneas más arriba hice hincapié en la idea de que quieren inducir en nuestra conciencia una alimentación sana. Suena a psicología a la inversa. No te hablo de la estética, te hablo de la salud. Lo extraño es que la generación de ninis o de milenials o de centenials o de vaya a saber qué otro sesgo quiera darle, que se conduele de todo sin experimentar nada, sí cree en la belleza del cuerpo. Claro, vemos que Ñoño o Pedro Picapiedra, uno un niño vestido de adulto… perdón, al revés y el otro un esposo de la edad de piedra, no son bellos. Rayan en el ridículo.

Del otro lado, donde la obesidad se llama gordura donde los gordos son motejados con palabras malvadas como gordinflón, tambo, tinaco desparramado, gordo, marrano, cerdo, y otros adjetivos que los mismos puercos encontrarían ofensivos, es imposible pensar que los motejantes estén preocupados por nuestra salud. En la película ¿Quién mata a los grandes chefs? (1978, Ted Kotcheff) Robert Morley interpreta a un crítico gastronómico, sospechoso de matar a los grandes chefs del planeta, mismos que realizan un banquete para agasajar a la reina de Inglaterra.

Morley se conduele de que esos chefs lo están matando, poco a poco, con cada nuevo platillo, con cada nueva creación. Eso puede pasar ahora, siempre y cuando los obesos coman lo que hacen los grandes chefs, platillos exiguos, poco contundentes, más para fotografía que para alimentar. Recuerdo el restaurante de un querido amigo, uno de los primeros chefs que hubo en nuestro estado. Nos invitó a comer, nos mandó un platillo para cada uno. Cuando vi el plato, dije al mesero que no me lo trajese por partes, que si podría traer la comida completa. Se me quedaron viendo chef y mesero, se dieron la vuelta, se fueron dejándome con la desolación de un manjar apenas como para el diente de una muela, como decían antes las viejitas. Vamos a un caso extremo, realmente.

El cómico norteamericano, Fatty Aburckle, tenía preferencia por las niñas. Una noche, sin fijarse en la trampa tendida, llevó a una pequeña a un hotel. Enseguida la niña gritó, lo que esperaban policía y reporteros, siempre a la caza de lo sensacional, para lanzarse sobre la puerta de la habitación exigiendo que saliera el pederasta. Fatty, que quiere decir “gordito” en inglés, para salvarse, mató a la niña, incendió el cuarto de hotel quemándose él mismo en el siniestro. Los gordos también lloran.

Otra película, esta de vertiente cómica, es El gordito, una película de 1980, escrita y dirigida por Anne Bancroft, siendo la única película que escribió y dirigió. Está protagonizada por Dom DeLuise, Ron Carey y Candice Azzara. Fue también la primera película producida por la compañía Brooksfilms de Mel Brooks. Doy estos datos porque siempre admiré, admiro, a todos los involucrados. Pues esta cinta es hija de la más extensa y fársica estirpe. El dilema de un hombre joven, aunque obeso, por conquistar a una hermosa chica. El drama comienza cuando el gordito no sabe cómo adelgazar. Es tragón, que no gourmet. De esos dramas está hecho el talante obeso.

Volviendo a la realidad, no nos engañemos. Nadie quiere que los impuestos, que pueden gastarse en campañas o en obras de relumbrón, los gaste el gobierno en una bola de bolas, de necios gordos que seguramente tienen atrofiado el cerebro por el exceso de comida chatarra. Sí, ya no suena tan altruista, ¿verdad? Recuerde la iniciativa del presidente Calderón o de su esposa, no sé, o de algún sabio de esos que nunca faltan en los séquitos presidenciales, del plato del buen comer, sustituyendo a la pirámide alimenticia. ¿Y sabe porqué estimado artilugista que pasas los ojos asombrados por estas líneas? Porque la pirámide alimenticia preponderaba el consumo de la carne como la proteína suprema.

La administración calderonista supo desde un primer momento que la sociedad no tenía emolumentos para comprar carne, por eso en el plato del buen comer, se hace un círculo donde la carne, el pescado, el pollo, el cerdo ocupan apenas un cuarto proporcionalmente. Se recomienda en un sitio del plato que se consuman verduras, frutas, leche no, porque obsede la mente, quesos y otros lácteos en menor medida, etc. Suena más a preocupación porque no se le puede dar un salario digno al pueblo para que coma lo que quiera, más que a preocupación por la salud en general. Es risible, ¿no?

Lo ideal sería que las autoridades se preocupasen por ofrecer salarios para que todos pudiésemos comer platillos dignos de proteína sustanciosa, no querernos convencer, a la manera de beatos gastrónomos en ciernes, de que nuestra alimentación va a matarnos. Que puede ser, pero nadie habla claro. No conviene, claro.

A lo mejor me equivoco, pero los políticos, así como la política funcionan como relojes. No podemos dudar de ellos. Tampoco confiar mucho.