/ viernes 3 de junio de 2022

Artilugios | Chistes

La tesis de un joven estudiante de la carrera de Historia me hace reflexionar en el artilugio de hoy. A saber, primero algún antecedente. ¿Recuerda el artilugista que me lee aquellas películas por demás graciosas interpretadas en su totalidad por Peter Sellers? Me refiero a El rugido del ratón (1959, Jack Arnold).

En la serie, porque el éxito fue arrollador, Sellers interpreta tres personajes. El príncipe heredero de una de esas monarquías europeas que no ven cuanto tienen para terminar, este príncipe prefiere cultivar su jardín, porque es romántico a más no poder; la reina madre, la veleidosa y frívola reina que goza viendo partidos de polo y el otro hijo, el primer ministro, un hombre cruel, despiadado, ejemplo del político avieso y voraz.

Los tres, o más bien, Sellers, cuentan cómo declara Grand Fenwich, el país europeo, la guerra a USA quien los atacaría, los conquistaría y se haría cargo de la incipiente economía del pequeño país. Serian como una colonia gringa en mitad de Europa. El plan es casi perfecto. Nombran general del ejército de Grand Fenwich al príncipe jardinero, que más quiere cuidar su jardín que andar en pleitos políticos o, peor aun, guerreros. Declaran la guerra que USA toma como una broma ejemplar.

Se lanza entonces el ejército grandfenwichiano en un barco, en tercera clase, no hay para pagar el traslado de un ejército de diez personas, incluido el general. Llegan a USA los aguerridos soldados. La orden del primer ministro es simple, apenas llegasen y los recibieran, deberían rendirse. El caso es que los soldados llegan en el momento en que se hace un simulacro. De guerra precisamente. Washington está desierta. El príncipe jardinero llega hasta el Capitolio de donde roban una bomba atómica y regresan a Grand Fenwich. Cuando vuelven a sus actividades, se dan cuenta, funcionarios y políticos norteamericanos, que les han robado la bomba.

El primer ministro del país pequeño, político maquiavélico se da cuenta que tienen a USA, el país más poderoso del mundo, en la palma de su mano. El ratón ruge y exige. Nada de rendirse. Están preparados para la lucha, arenga el primer ministro. La comedia se vuelve de una hilaridad aparatosa, exigente. Un país pequeño, ajeno a las veleidosidades de la política, por segregación no por gusto, le pone las cuentas de a peso. El desenlace me lo guardo porque ahí reside la delicia de este film.

Otro momento interesantísimo es el de aquel cómico que hizo, hace, las delicias de nuestro mediodía tropical. Me refiero a Trespatines, con su radioteatro La tremenda corte. Cuando oímos nuevamente La tremenda corte, es porque estamos dispuestos a reír con la astucia de Trespatines, con las lamentaciones de Nananina y con las injustas multas del juez. Mención aparte merece el gallego Rudecindo (siempre pensé que era un nombre inventado, pero después conocí en Tabasco un señor nombrado igual por sus padres, la realidad es más extraña que la ficción, ¿o cómo iba?) Caldeiro y Escobiña, creación del actor Adolfo Otero.

Se estima que se grabaron más de 360 episodios, muchos de los cuales aún se escuchan por radio, pero hay unos pocos que nunca han salido de Cuba. De todos esos programas radiofónicos que se grabaron en la estación CMQ de La Habana entre 1947 y 1961, nadie sabe cuántos existen aún, y se consideran objetos raros de valor incalculable para los admiradores y coleccionistas de la serie. Castor Vispo, autor de la serie y de otras series más, cuenta que a partir de la Revolución cubana, el castrismo, con su rígida tendencia marxista de esos años, mostró su disconformidad con la existencia de espacios humorísticos en los medios de comunicación, sobre todo cuando sus líderes empezaron a ser objeto de los chistes.

Los años 1960 y 1961 fueron particularmente difíciles para el elenco de La tremenda corte, gracias a que el gobierno empezó a enviar grupos simpatizantes para que escandalizaran con consignas comunistas en las actuaciones, e interrumpieran, por todos los medios, las funciones. Como no lograron su fin, en 1961 se emitió un decreto en la isla por el que se obligaba a toda compañía teatral, radial o televisiva a someter sus programas a la Comisión de Censura. Lo que hacen los gobiernos… poco tolerantes.

A pesar de ello, una noche de ese mismo año en la que se presentaba La tremenda corte, adaptada para el Teatro Nacional, se desató una balacera por parte del cuerpo de represión G2, de los formados por Castro. Leopoldo Fernández fue arrestado, y purgó una condena de 27 días de arresto domiciliario sin mayor justificación. Luego de que fue absuelto, una anécdota bastante curiosa empezó a circular. Fernández elaboró una pequeña pieza cómica que presentó en la capital cubana. Interpretando a Pototo, alter ego de Trespatines. Él y otro actor revisaban un archivo de fotos de los presidentes de Cuba para colgarlas en la pared. El otro actor mostró una foto de Fulgencio Batista y Leopoldo le dijo: —"A éste lo botas...". El actor siguió tomando diferentes figuras de políticos con la invariable respuesta del comediante: —"A éste también lo botas...".

Finalmente, el ayudante tomó una fotografía de Fidel Castro; Leopoldo la miró, la mostró al público y dirigiéndose a la pared, dijo con su habitual socarronería: —"Déjame, que a éste lo quiero colgar yo...". El chiste, que en su momento tuvo gran difusión y fue repetido en todas partes, concluía con la afirmación de que esta frase fue la que obligó a su detención y posterior exilio de Cuba en ese mismo año. Pero con todo y lo bien rimada, la historia fue totalmente desmentida después en Miami por el mismo Fernández, que, cuando escuchó la versión de labios de un supuesto asistente al teatro durante la citada función, lo corrigió no sin cierto dejo de disgusto midiéndolo de pies a cabeza: “Caballero, si yo hubiera hecho y dicho aquello, no estaría ahora aquí contando el cuento...”.

Así son los políticos, escribí en otro sitio, no gustan de los chistes a su costa. E iba a escribir los políticos totalitarios, pero después recordé que no, que a todos, liberales, neoliberales, de izquierda, de derecha, de cualquier filiación o partido, les disgusta el ingenio, les ofende la chispa, les perturba el genio. Vuelvo a la tesis del principio.

Enrique Peña Nieto ha sido uno de los presidentes mexicanos, quitándole el puesto a Luis Echeverría, por ejemplo, de los que más se han hecho chistes, crueles, advenedizos, raros, curiosos. Sus respuestas no contribuían mucho a quitarle la noción de ser poco menos que un tonto. Pues bien, la tesis es que el presidente priista tenía todo muy bien planeado. Sí. Él hacía estas salidas absurdas porque eran un motivo de distracción. No sabe contar, por aquello de llegamos en un minuto, no menos, como cinco, pero ahí está el caso Odebrecht donde las cuentas beneficiaron a quien menos debían.

O sea, Peña tuvo un bien tramado esquema político, uno que le restaría credibilidad pero que sería modo de ocultar su pericia política. lo cierto es que ningún presidente es idiota. Llegó a serlo por algo. Ouh, me dije. Con esta visión no contaba. A ver, reflexionemos, ¿en qué momento aparecieron los errores peñanietistas? Cuando había algo que la política, esa subrepticia, oculta, sinuosa forma de vivir, hizo en contra de la norma. Disfrazado de hazmerreír, de saltimbanqui, de payaso de las bofetadas, pasó seis años Peña acomodando las cosas para su salida, considerandolo un hombre inofensivo, un presidente designado por error, como muchos otros. Resulta curioso creerlo. Recuerde el lector aquel otro momento en que Segismundo es nombrado rey para atisbar si será un monarca bueno. El resultado es terrible. Segismundo resulta un tirano, nada ejemplar. Es un hombre malvado que se ufana de hacer lo que quiera escudado en su nombramiento. Todo esto ocurre en La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca.

El chiste es cruel. Un presidente se finge idiota para cubrir sus chanchullos. Es como un guion de Chespirito, de verdad. La realidad siempre será más extraña que la ficción. O cómo era…

La tesis de un joven estudiante de la carrera de Historia me hace reflexionar en el artilugio de hoy. A saber, primero algún antecedente. ¿Recuerda el artilugista que me lee aquellas películas por demás graciosas interpretadas en su totalidad por Peter Sellers? Me refiero a El rugido del ratón (1959, Jack Arnold).

En la serie, porque el éxito fue arrollador, Sellers interpreta tres personajes. El príncipe heredero de una de esas monarquías europeas que no ven cuanto tienen para terminar, este príncipe prefiere cultivar su jardín, porque es romántico a más no poder; la reina madre, la veleidosa y frívola reina que goza viendo partidos de polo y el otro hijo, el primer ministro, un hombre cruel, despiadado, ejemplo del político avieso y voraz.

Los tres, o más bien, Sellers, cuentan cómo declara Grand Fenwich, el país europeo, la guerra a USA quien los atacaría, los conquistaría y se haría cargo de la incipiente economía del pequeño país. Serian como una colonia gringa en mitad de Europa. El plan es casi perfecto. Nombran general del ejército de Grand Fenwich al príncipe jardinero, que más quiere cuidar su jardín que andar en pleitos políticos o, peor aun, guerreros. Declaran la guerra que USA toma como una broma ejemplar.

Se lanza entonces el ejército grandfenwichiano en un barco, en tercera clase, no hay para pagar el traslado de un ejército de diez personas, incluido el general. Llegan a USA los aguerridos soldados. La orden del primer ministro es simple, apenas llegasen y los recibieran, deberían rendirse. El caso es que los soldados llegan en el momento en que se hace un simulacro. De guerra precisamente. Washington está desierta. El príncipe jardinero llega hasta el Capitolio de donde roban una bomba atómica y regresan a Grand Fenwich. Cuando vuelven a sus actividades, se dan cuenta, funcionarios y políticos norteamericanos, que les han robado la bomba.

El primer ministro del país pequeño, político maquiavélico se da cuenta que tienen a USA, el país más poderoso del mundo, en la palma de su mano. El ratón ruge y exige. Nada de rendirse. Están preparados para la lucha, arenga el primer ministro. La comedia se vuelve de una hilaridad aparatosa, exigente. Un país pequeño, ajeno a las veleidosidades de la política, por segregación no por gusto, le pone las cuentas de a peso. El desenlace me lo guardo porque ahí reside la delicia de este film.

Otro momento interesantísimo es el de aquel cómico que hizo, hace, las delicias de nuestro mediodía tropical. Me refiero a Trespatines, con su radioteatro La tremenda corte. Cuando oímos nuevamente La tremenda corte, es porque estamos dispuestos a reír con la astucia de Trespatines, con las lamentaciones de Nananina y con las injustas multas del juez. Mención aparte merece el gallego Rudecindo (siempre pensé que era un nombre inventado, pero después conocí en Tabasco un señor nombrado igual por sus padres, la realidad es más extraña que la ficción, ¿o cómo iba?) Caldeiro y Escobiña, creación del actor Adolfo Otero.

Se estima que se grabaron más de 360 episodios, muchos de los cuales aún se escuchan por radio, pero hay unos pocos que nunca han salido de Cuba. De todos esos programas radiofónicos que se grabaron en la estación CMQ de La Habana entre 1947 y 1961, nadie sabe cuántos existen aún, y se consideran objetos raros de valor incalculable para los admiradores y coleccionistas de la serie. Castor Vispo, autor de la serie y de otras series más, cuenta que a partir de la Revolución cubana, el castrismo, con su rígida tendencia marxista de esos años, mostró su disconformidad con la existencia de espacios humorísticos en los medios de comunicación, sobre todo cuando sus líderes empezaron a ser objeto de los chistes.

Los años 1960 y 1961 fueron particularmente difíciles para el elenco de La tremenda corte, gracias a que el gobierno empezó a enviar grupos simpatizantes para que escandalizaran con consignas comunistas en las actuaciones, e interrumpieran, por todos los medios, las funciones. Como no lograron su fin, en 1961 se emitió un decreto en la isla por el que se obligaba a toda compañía teatral, radial o televisiva a someter sus programas a la Comisión de Censura. Lo que hacen los gobiernos… poco tolerantes.

A pesar de ello, una noche de ese mismo año en la que se presentaba La tremenda corte, adaptada para el Teatro Nacional, se desató una balacera por parte del cuerpo de represión G2, de los formados por Castro. Leopoldo Fernández fue arrestado, y purgó una condena de 27 días de arresto domiciliario sin mayor justificación. Luego de que fue absuelto, una anécdota bastante curiosa empezó a circular. Fernández elaboró una pequeña pieza cómica que presentó en la capital cubana. Interpretando a Pototo, alter ego de Trespatines. Él y otro actor revisaban un archivo de fotos de los presidentes de Cuba para colgarlas en la pared. El otro actor mostró una foto de Fulgencio Batista y Leopoldo le dijo: —"A éste lo botas...". El actor siguió tomando diferentes figuras de políticos con la invariable respuesta del comediante: —"A éste también lo botas...".

Finalmente, el ayudante tomó una fotografía de Fidel Castro; Leopoldo la miró, la mostró al público y dirigiéndose a la pared, dijo con su habitual socarronería: —"Déjame, que a éste lo quiero colgar yo...". El chiste, que en su momento tuvo gran difusión y fue repetido en todas partes, concluía con la afirmación de que esta frase fue la que obligó a su detención y posterior exilio de Cuba en ese mismo año. Pero con todo y lo bien rimada, la historia fue totalmente desmentida después en Miami por el mismo Fernández, que, cuando escuchó la versión de labios de un supuesto asistente al teatro durante la citada función, lo corrigió no sin cierto dejo de disgusto midiéndolo de pies a cabeza: “Caballero, si yo hubiera hecho y dicho aquello, no estaría ahora aquí contando el cuento...”.

Así son los políticos, escribí en otro sitio, no gustan de los chistes a su costa. E iba a escribir los políticos totalitarios, pero después recordé que no, que a todos, liberales, neoliberales, de izquierda, de derecha, de cualquier filiación o partido, les disgusta el ingenio, les ofende la chispa, les perturba el genio. Vuelvo a la tesis del principio.

Enrique Peña Nieto ha sido uno de los presidentes mexicanos, quitándole el puesto a Luis Echeverría, por ejemplo, de los que más se han hecho chistes, crueles, advenedizos, raros, curiosos. Sus respuestas no contribuían mucho a quitarle la noción de ser poco menos que un tonto. Pues bien, la tesis es que el presidente priista tenía todo muy bien planeado. Sí. Él hacía estas salidas absurdas porque eran un motivo de distracción. No sabe contar, por aquello de llegamos en un minuto, no menos, como cinco, pero ahí está el caso Odebrecht donde las cuentas beneficiaron a quien menos debían.

O sea, Peña tuvo un bien tramado esquema político, uno que le restaría credibilidad pero que sería modo de ocultar su pericia política. lo cierto es que ningún presidente es idiota. Llegó a serlo por algo. Ouh, me dije. Con esta visión no contaba. A ver, reflexionemos, ¿en qué momento aparecieron los errores peñanietistas? Cuando había algo que la política, esa subrepticia, oculta, sinuosa forma de vivir, hizo en contra de la norma. Disfrazado de hazmerreír, de saltimbanqui, de payaso de las bofetadas, pasó seis años Peña acomodando las cosas para su salida, considerandolo un hombre inofensivo, un presidente designado por error, como muchos otros. Resulta curioso creerlo. Recuerde el lector aquel otro momento en que Segismundo es nombrado rey para atisbar si será un monarca bueno. El resultado es terrible. Segismundo resulta un tirano, nada ejemplar. Es un hombre malvado que se ufana de hacer lo que quiera escudado en su nombramiento. Todo esto ocurre en La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca.

El chiste es cruel. Un presidente se finge idiota para cubrir sus chanchullos. Es como un guion de Chespirito, de verdad. La realidad siempre será más extraña que la ficción. O cómo era…