/ viernes 24 de junio de 2022

Artilugios | Buzz Ligthyear vs las buenas conciencias

Me dio un poco de repelús ver las críticas encaminadas contra la cinta Ligthyear (2022, Angus McLane) sobre todo viniendo de las buenas conciencias a quien todos creíamos acalladas después de los logros de la comunidad LGBTIQ+.

No. Las buenas conciencias gozan de cabal salud. Muchos han decidido, que yo no, dejarlos pasar. No es recomendable. Tienen cimentados correctamente sus arrestos, que no ideales. Mamás y papás de tradicionales excesos se rasgan las vestiduras por el beso de una pareja homoparental que aparece en la cinta aludida. Sacerdotes de todos los cultos… perdón, desde sus púlpitos ven divertidísimos, supongo, pelear sus batallas a esos señores y señoras de la sociedad civil. Es la parte más cómoda, de todo este entramado optativo. Nunca la intolerancia se vio más reflejada, aunque en ello me vaya un poco de boca pues aun no toman las armas para salir a matar negros, inválidos, gays. Poco les falta, eso sí. Por lo pronto, está Buzz Ligthyear en la palestra ese simpático personaje, hijo de otra historia protagonizando esta que dio más que hablar que sus predecesoras.

Muchas de las buenas conciencias no la han visto. Hablan de oídas. Le buscamos ruido al chicharrón cuando sabemos que va a hacerlo. Ligthyear pasa a ser ese momento álgido con que Disney pelea una guerra contra las buenas conciencias que él mismo comenzó. Porque eso es lo curioso de este momento. Walt Disney, el creador del monstruo radical, retrógrado, una buena conciencia él mismo, ofrece un rostro benevolente, serio, animoso, unitario, incluyente cuando tiene enlatada Canción del sur (1946, Wilfred Jackson). Hoy, viendo que la mayoría de los espectadores son incluyentes y benévolos, antirracistas, antisexistas, antisolemnes, les ofrece un bocadillo para que se calmen y acudan al cine o paguen el preestreno en cualquier plataforma.

O sea, no es gratuita la actitud de Disney. Nunca lo ha sido.

Quiero traer a la memoria esa película casi documental llamada La lucha por el ciudadano Kane (1996, Michael Epstein, Thomas Lennon) donde vemos la otra historia de esta polémica cinta, esta sí, de Orson Welles. En ella, los productores de Hollywood en pleno se reúnen para analizar cómo apaciguar al magnate periodístico Howard Hugues que está furioso porque la película de Orson Welles lo veja, lo insulta, lo exhibe. El magnate periodístico lanza a su columnista de espectáculos la subrepticia Louella Parsons con la amenaza. Si estrenan El ciudadano Kane (1941) el diario sacará a la luz las irregularidades de los actores. Drogas, alcohol, homosexualidad (masculina, en aquel momento el lesbianismo era cosa tan aberrante que nadie quería certificar su existencia) todas las perversiones de esos dioses llamados actores iban a ser exhibidas malamente. Uno de los asistentes a esta junta se vuelve a ver a Disney diciéndole que era el único que no tenía de qué preocuparse. No creas, responde Disney, Blancanieves vive con siete hombres deformes.

¿Se da cuenta, amable artilugista que me lee? El mismo Disney sabía que sus cintas, acogidas erróneamente por un público infantil, eran vías de deseos perversos, de síntomas delictivos, de obsesiones sexuales. Mickey Mouse guarda una asexualidad que hizo aparecer a Mimí para que nadie murmurase del ratoncito. Donald no tiene ese problema porque, al andar sin pantalones, entendemos que su sexualidad es diferente. La andanada de heroínas aparecidas desde hace buen rato en las películas de Pixar, pienso en Mérida, Elsa, Ana, Moana y la última Mirabel, que deshace un encanto con sus propias cualidades, es el ariete con que Disney buscaba ya el favor de las mentes incluyentes, abiertas, milenaristas que verían con buenos ojos mujeres, princesas todas, empoderadas, fuertes, que tomaban el curso de los acontecimientos en sus manos. Vean si no Ralph WiFi (2018, Rich Moore, Phil Johnston) donde las princesas se ponen los pantalones, literalmente, para ayudar al fuertote Ralph.

Ese público fue ganado en una lid curiosa pero interesante. Sin embargo, empresas como Disney no quieren una cosa nomás. Quieren el botín completo que implica que deben vender la ilusión inclusiva, tenaz, valiente con que se lucha contra las buenas conciencias. Ligthyear es el resultado de esta encuesta mercadológica. ¿O qué? ¿De verdad creíste, artilugista querido, que al fin Disney reharía un entuerto que no fuese el del dinero? Siento decírtelo. Ligthyear está hecha para la economía, no para la paz mundial. Eso hay que dejárselo a la ONU.

En este mundo en que la actitud LGBTIQ+ permea una nueva forma de vivir, de ser, de apoyar, de corregir las maldosas aficiones del pasado, una película como la que nos ocupa es la que debería ser la punta de lanza. Sin embargo, que las buenas conciencias, ocupadas en la realización ordenada de sus vástagos, vea con insania que dos mujeres se besen delante de su hijita, adoptada porque dos mujeres no pueden procrear una mujer, eso es sabido, les ha perforado el poco cerebro ávido de incienso, de oración, de maldad inherente. Eso es antinatural claman exaltadas. Es delictivo dicen otras. Es una aberración, las que apenas empiezan a leer la Biblia.

Lo cierto es que, como bien dice una amiga muy querida, los únicos que quieren casarse en estos tiempos son los miembros de la comunidad LGBT… Los heterosexuales no quieren contraer compromisos. Quieren ver de qué se trata sin amarrarse, sin crear más vínculo que el que permita el sexo. Eso no es antinatural ni delictivo ni aberrante. Es, simplemente, así es la juventud de estos tiempos, oí decir a una de esas bunas conciencias que analizaba a quien quemar, si al director, si a Pixar o a Buzz Ligthyear.

La graciosa concesión de la legalización del matrimonio homoparental no es sino una estrategia electoral, del mismo modo que la estrategia de Disney es acercar ese público que antes lo tachaba de retrógrado, insulso, ñoño a más de otros vericuetos. ¿Va a pasar Disney con esta cinta a ser adalid de los buenos, los verdaderos? O será puro humo, pura dislexia cinéfila. El tiempo lo dirá. El problema es que, si las razones de las buenas conciencias son lo antinatural, tampoco podemos confiar en su propuesta de un matrimonio sano, correcto. En algún momento llegará la comezón del séptimo año, recordando otra célebre película, en que las parejas bien avenidas, de niño y niña, se separarán, se irán cada uno por su lado y así los hijos de tal matrimonio crecerán sin imágenes paternas, sin quien los oriente en el amor y el sexo cuando llegue el momento. Eso es más natural, ¿verdad? Más correcto. Ya no hablemos de las parejas unidas que se drogan, alcoholizan, maltratan a sus hijos al calor de los estupefacientes. Eso es mejor, ¿verdad? La pareja heterosexual se mantiene unida. No importa sus alteraciones de la histeria.

Y como este artilugio se está pareciendo más a nota roja, mejor ahí lo dejaremos.

Me dio un poco de repelús ver las críticas encaminadas contra la cinta Ligthyear (2022, Angus McLane) sobre todo viniendo de las buenas conciencias a quien todos creíamos acalladas después de los logros de la comunidad LGBTIQ+.

No. Las buenas conciencias gozan de cabal salud. Muchos han decidido, que yo no, dejarlos pasar. No es recomendable. Tienen cimentados correctamente sus arrestos, que no ideales. Mamás y papás de tradicionales excesos se rasgan las vestiduras por el beso de una pareja homoparental que aparece en la cinta aludida. Sacerdotes de todos los cultos… perdón, desde sus púlpitos ven divertidísimos, supongo, pelear sus batallas a esos señores y señoras de la sociedad civil. Es la parte más cómoda, de todo este entramado optativo. Nunca la intolerancia se vio más reflejada, aunque en ello me vaya un poco de boca pues aun no toman las armas para salir a matar negros, inválidos, gays. Poco les falta, eso sí. Por lo pronto, está Buzz Ligthyear en la palestra ese simpático personaje, hijo de otra historia protagonizando esta que dio más que hablar que sus predecesoras.

Muchas de las buenas conciencias no la han visto. Hablan de oídas. Le buscamos ruido al chicharrón cuando sabemos que va a hacerlo. Ligthyear pasa a ser ese momento álgido con que Disney pelea una guerra contra las buenas conciencias que él mismo comenzó. Porque eso es lo curioso de este momento. Walt Disney, el creador del monstruo radical, retrógrado, una buena conciencia él mismo, ofrece un rostro benevolente, serio, animoso, unitario, incluyente cuando tiene enlatada Canción del sur (1946, Wilfred Jackson). Hoy, viendo que la mayoría de los espectadores son incluyentes y benévolos, antirracistas, antisexistas, antisolemnes, les ofrece un bocadillo para que se calmen y acudan al cine o paguen el preestreno en cualquier plataforma.

O sea, no es gratuita la actitud de Disney. Nunca lo ha sido.

Quiero traer a la memoria esa película casi documental llamada La lucha por el ciudadano Kane (1996, Michael Epstein, Thomas Lennon) donde vemos la otra historia de esta polémica cinta, esta sí, de Orson Welles. En ella, los productores de Hollywood en pleno se reúnen para analizar cómo apaciguar al magnate periodístico Howard Hugues que está furioso porque la película de Orson Welles lo veja, lo insulta, lo exhibe. El magnate periodístico lanza a su columnista de espectáculos la subrepticia Louella Parsons con la amenaza. Si estrenan El ciudadano Kane (1941) el diario sacará a la luz las irregularidades de los actores. Drogas, alcohol, homosexualidad (masculina, en aquel momento el lesbianismo era cosa tan aberrante que nadie quería certificar su existencia) todas las perversiones de esos dioses llamados actores iban a ser exhibidas malamente. Uno de los asistentes a esta junta se vuelve a ver a Disney diciéndole que era el único que no tenía de qué preocuparse. No creas, responde Disney, Blancanieves vive con siete hombres deformes.

¿Se da cuenta, amable artilugista que me lee? El mismo Disney sabía que sus cintas, acogidas erróneamente por un público infantil, eran vías de deseos perversos, de síntomas delictivos, de obsesiones sexuales. Mickey Mouse guarda una asexualidad que hizo aparecer a Mimí para que nadie murmurase del ratoncito. Donald no tiene ese problema porque, al andar sin pantalones, entendemos que su sexualidad es diferente. La andanada de heroínas aparecidas desde hace buen rato en las películas de Pixar, pienso en Mérida, Elsa, Ana, Moana y la última Mirabel, que deshace un encanto con sus propias cualidades, es el ariete con que Disney buscaba ya el favor de las mentes incluyentes, abiertas, milenaristas que verían con buenos ojos mujeres, princesas todas, empoderadas, fuertes, que tomaban el curso de los acontecimientos en sus manos. Vean si no Ralph WiFi (2018, Rich Moore, Phil Johnston) donde las princesas se ponen los pantalones, literalmente, para ayudar al fuertote Ralph.

Ese público fue ganado en una lid curiosa pero interesante. Sin embargo, empresas como Disney no quieren una cosa nomás. Quieren el botín completo que implica que deben vender la ilusión inclusiva, tenaz, valiente con que se lucha contra las buenas conciencias. Ligthyear es el resultado de esta encuesta mercadológica. ¿O qué? ¿De verdad creíste, artilugista querido, que al fin Disney reharía un entuerto que no fuese el del dinero? Siento decírtelo. Ligthyear está hecha para la economía, no para la paz mundial. Eso hay que dejárselo a la ONU.

En este mundo en que la actitud LGBTIQ+ permea una nueva forma de vivir, de ser, de apoyar, de corregir las maldosas aficiones del pasado, una película como la que nos ocupa es la que debería ser la punta de lanza. Sin embargo, que las buenas conciencias, ocupadas en la realización ordenada de sus vástagos, vea con insania que dos mujeres se besen delante de su hijita, adoptada porque dos mujeres no pueden procrear una mujer, eso es sabido, les ha perforado el poco cerebro ávido de incienso, de oración, de maldad inherente. Eso es antinatural claman exaltadas. Es delictivo dicen otras. Es una aberración, las que apenas empiezan a leer la Biblia.

Lo cierto es que, como bien dice una amiga muy querida, los únicos que quieren casarse en estos tiempos son los miembros de la comunidad LGBT… Los heterosexuales no quieren contraer compromisos. Quieren ver de qué se trata sin amarrarse, sin crear más vínculo que el que permita el sexo. Eso no es antinatural ni delictivo ni aberrante. Es, simplemente, así es la juventud de estos tiempos, oí decir a una de esas bunas conciencias que analizaba a quien quemar, si al director, si a Pixar o a Buzz Ligthyear.

La graciosa concesión de la legalización del matrimonio homoparental no es sino una estrategia electoral, del mismo modo que la estrategia de Disney es acercar ese público que antes lo tachaba de retrógrado, insulso, ñoño a más de otros vericuetos. ¿Va a pasar Disney con esta cinta a ser adalid de los buenos, los verdaderos? O será puro humo, pura dislexia cinéfila. El tiempo lo dirá. El problema es que, si las razones de las buenas conciencias son lo antinatural, tampoco podemos confiar en su propuesta de un matrimonio sano, correcto. En algún momento llegará la comezón del séptimo año, recordando otra célebre película, en que las parejas bien avenidas, de niño y niña, se separarán, se irán cada uno por su lado y así los hijos de tal matrimonio crecerán sin imágenes paternas, sin quien los oriente en el amor y el sexo cuando llegue el momento. Eso es más natural, ¿verdad? Más correcto. Ya no hablemos de las parejas unidas que se drogan, alcoholizan, maltratan a sus hijos al calor de los estupefacientes. Eso es mejor, ¿verdad? La pareja heterosexual se mantiene unida. No importa sus alteraciones de la histeria.

Y como este artilugio se está pareciendo más a nota roja, mejor ahí lo dejaremos.